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El rincón de Aranda

Pinceladas de mi infancia I

melillahoy.cibeles.net fotos 1623 Juan Aranda web

En la “Poza de la Vieja”, cuando hacía buen tiempo, el agua estaba dormida y cálida por el sol, pero cuando las olas, con el levante, golpeaban la pared rocosa donde estaba esa oquedad, no se podía uno ni acercar por el tajo que había cerca de la Batería de Costa.

Para acceder a ella, había que bajar agarrado a unos hierros clavados en la misma roca, por unos pescadores de caña. A pocos metros, frente a ese tajo se encontraba la “Piedra Ahogá”, llamada así por estar cubierta por el mar, que más bien parecía una isleta. Esta roca siempre estaba cubierta por un manto de mejillones puntiagudos que hacía casi imposible acceder a ella nadando desde la otra orilla, y el que lo conseguía sufría cortes en el vientre y en las piernas.

Recuerdo a un niño en una tarde soleada de otoño, -ya habían pasado las fiestas de Septiembre-, que metió un mensaje en una botella de gaseosa para echarla al mar, desde la “Boca del León”, que como saben es un saliente de roca situado debajo del Faro. Torreón conocido con varios nombres, como el de Las Cruces (1553), el Palo, (en 1700 era el sitio de ejecuciones). Años después se le conocía como El Volado, y a finales del XVIII quedaría como El Bonete. El niño se llamaba Felipe, y como estaba muy gordito, cosa rara en aquéllos años de escasez, le llamábamos “Felipe el Hermoso”. ¡Qué niño, aquél Felipe!, tan cebón y tan cabrón. No creo que fuese tan niño, aunque aparentase ser un chipulilla. El caso es que se hizo un corte en un pié, con la botella, que se rompió en las piedras, y berreaba como un cochino en el matadero. Nos llevaba unos cuatro años a todos los meones de la pandilla que lo seguíamos. Esto lo recuerdo, aunque lejano en la edad, como si fuese la neblina acercándose a Ataque Seco, desde Tres Forcas, lentamente y sin llamar.

Quien conozca estos lugares imagínense a unos niños de diez a doce años saltando entre las piedras y nadando entre las rocas hirientes, donde las olas no cesan de golpearlas, aunque el mar esté en calma. Roa Bastos decía que la memoria no recuerda el miedo, y yo estoy seguro de que a pesar que en aquéllos años ninguno sentíamos miedo, hoy nos da el repelús solo al recordarlo.

Nuestro parque de Lobera, para los niños de Ataque Seco, Castellón y Duque de la Torre, era siempre una inmensa perspectiva. Muchas veces encontrábamos tesoros que los niños de hoy los verían raros, como un grillo, una lagartija, y a veces hasta una pequeña culebrilla. Cuando encontrábamos un grillo y no llevábamos ninguna cajilla de mixtos, cualquiera de nosotros se lo guardaba en un bolsillo. Más tarde en tu casa, y sin que tu madre se enterara lo encerrabas en una jaulita hecha de alambre blando -mi padre decía alambre dulce-, y le echabas tomate crudo que según los mayores era lo que comían esos bichos. Yo nunca los veía comer, los míos se me morían en un día. Unas veces por juicio sumarísimo de mi madre, o por aplastamiento de mis hermanos, ignorando que en esa jaulita existía un cantante negro, que no cantaba, parecido a una cucaracha. Otras porque una de mis dos hermanas, siempre la mayor, para hacerme de rabiar, me decía que era una asquerosa y vulgar cucaracha. Entonces venía la pugna de si era grillo o cucaracha, como los galgos y podencos de la fábula de Iriarte; mientras tanto mi madre, a la chita callando, se llevaba la jaula y volvía con ella vacía.

Las lagartijas eran suaves e inquietas, y sus mordiscos te hacían solamente cosquillas en los dedos. A mi me daba mucha pena ver como algunos niños con su crueldad, más bien mala leche, infantil les cortaban las colas, porque decían que volvían a crecerles. Cuando veíamos alguna niña descuidada solamente teníamos que sacarla del bolsillo, y ¡zas¡, lagartija en su falda y gritos y estampidas, todo a la vez. Más tarde venían las quejas, y yo “entre las cuerdas” por mi madre: “mamá que yo no he sido, que fue el primo Juan, (el de mi tía Virginia), que esa niña es tonta”. La niña no era tonta, pero sí amiga de mis hermanas.

El Parque de Lobera siempre nos saludaba con la fragancia de su silencioso jardín vigilado por los pinos, y por sus golondrinas y estorninos, como los de Eladio Algarra. A mi madre, ángel tutelar de mi infancia, no le gustaba que fuera allí porque un hombre sátiro, y el “Tío de la Manteca”, se llevaba a los niños. Todo este temor era porque a finales del siglo XIX, se rumoreaba que en Málaga hubo un desalmado, que mató a un niño, abandonando su cadáver en el lecho del río Guadalmedina. Ni al sátiro ni al de la manteca los vimos nunca, lo que si veíamos era a unos mirones, que sí que eran unos verdaderos sátiros-gilipollas, que no dejaban en paz a las parejas de enamorados en los bancos parecidos a grandes nichos.

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