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Las creencias religiosas y la actuación política



El Artículo 16 de la Constitución española garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

En ese mismo artículo se define a España como Estado aconfesional, al determinar que ninguna confesión tendrá carácter estatal, si bien los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Este artículo es invocado de manera alternativa por los que cultivan y practican determinadas creencias religiosas y por los que no cultivan ni practican ninguna. Para aquéllos, el respeto a las creencias religiosas ha de imponerse en el debate público, de manera que la ética derivada de sus creencias religiosas impregne la normativa que rige la vida colectiva, por aquello de que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Para éstos, a sensu contrario, ningún principio procedente de creencia religiosa alguna ha de ser tenido en consideración ya que ninguna de ellas tendrá carácter estatal. De lo que no cabe duda es de que las creencias o convicciones religiosas influyen en la perspectiva de la realidad de quienes las profesan, así como la falta de las mismas influyen, por el mismo motivo, en sentido contrario, en la perspectiva de quienes no las cultivan.

Unos y otros se encuentran legitimados (incluso algunos pueden considerarse obligados) para aportar al debate público la perspectiva que se deriva de sus convicciones religiosas, agnósticas o ateas. A unos y otros asiste el derecho a presentar y proponer a la sociedad las actuaciones que se derivan de la especial perspectiva con la que contemplan la realidad, sin que sean descartadas por el mero hecho de sustentarse en una creencia religiosa, en la contraria o en ninguna.

Recientemente se ha repetido con alguna insistencia en los debates del Congreso de los Diputados un argumento según el cual el recurso ante el Tribunal Constitucional contra determinadas normas aprobadas por diferentes Gobiernos constituiría un presunto afán por un imponer un retroceso en determinados derechos adquiridos como consecuencia de la aprobación de dichas normas. En los casos más extremos, se ha llegado a calificar la práctica de este derecho legal como filibusterismo, tratando de deslegitimar el ejercicio de un derecho, lo cual, desde mi punto de vista no puede considerarse más que totalitarismo. Sorprende la falta de respeto a las normas básicas del Estado de Derecho que tales afirmaciones representan, atribuyendo a una modalidad de recurso, absolutamente ajustada a la norma y necesaria para hacer de nuestra democracia una democracia plena, la condición de mera herramienta de bloqueo y cancelación de derechos.

Resulta, igualmente, perturbador, presenciar como, en sentido contrario, se considera ilegítimo o ajeno a la lógica social, el plantear proposiciones que se encuentren alejadas de la percepción propia de la realidad, sometida, en ocasiones, al filtro de las creencias religiosas de las que uno es firme partidario, simplemente porque no coinciden con las exigencias derivadas de las creencias de uno, que, como en toda sociedad plural, no tienen por qué ser compartidas por todos los ciudadanos.

Las creencias religiosas o la ausencia de éstas forman parte de nuestro ser más íntimo, más profundo e irrenunciable y debemos aspirar a que las actuaciones políticas de los responsables de plantearlas y promoverlas en nuestra sociedad las tengan en consideración, tal y como reza el artículo 16 de nuestra Constitución.

No es de extrañar que esas creencias íntimas, profundas e irrenunciables se pongan de manifiesto y sean invocadas en las actuaciones más controvertidas y que presentan un mayor número de interrogantes éticos y morales en nuestra realidad política, tales como el aborto, la eutanasia, las opciones sexuales o los flujos migratorios. No resulta simple despachar ninguna de estas materias de manera ligera o superficial. No es suficiente decir, como se suele hacer, que son derechos, no obligaciones, por lo que el que no comparta estos derechos, con que no los ejerza, agota su derecho a posicionarse sobre los mismos. No se puede privar a ningún ciudadano del derecho a expresar lo que considera bueno o malo para la sociedad, desde el punto de vista que considere pertinente, incluido el punto de vista moral. No sólo a expresarlo, sino a intentar que, por los medios legales a su alcance, la sociedad se oriente de la manera más próxima posible a lo que sus creencias profundas le dicten. Eso sí, asumiendo que sus creencias profundas no son más que eso, sus creencias profundas, lo cual no es poco, pero ha de aceptarse que existen otras, asimismo profundas e igualmente acreedoras al respeto colectivo.

Creo que en la búsqueda, el encuentro y el culto a ese respeto colectivo para todo tipo de creencias profundas de las personas se encuentra el acceso a la convivencia pacífica y ordenada. Malgastamos demasiado tiempo, demasiada energía y demasiada capaz de ser eficaces en descalificarnos y deslegitimarnos mutuamente, aparcando, por complejas, la búsqueda y aportación de potenciales soluciones eficaces a los problemas reales que afectan a nuestras vidas.

La convivencia y la concordia exigen el respeto a los principios propios y también, en justa correspondencia, a los de los demás, como única vía para construir y sostener una sociedad que resulte aceptable para todos. Es preciso, pues, en mi opinión, hacer compatibles, de manera que puedan coexistir sin generar problemas a los ciudadanos particulares, las creencias religiosas y la actuación política.

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Fernando Gutíerrez Díaz de Otazu
Fernando Gutíerrez Díaz de Otazu

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