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Carta del Editor

La peculiar peste bubónica local

En Melilla se ha instalado una peculiar forma de peste bubónica. La de Melilla es una peculiar devastación, mortal para las empresas aunque no para las personas, que se instaló hace ya años en la Ciudad Autónoma de Melilla y que en esencia consiste en que la tal Ciudad no hace frente a los compromisos de pago adquiridos, lo cual, en una ciudad tan burocratizada como la nuestra, es mortal para la economía local. Oigo y veo en una televisión a ese gran economista que es Daniel Lacalle recomendar que se posibilite que las pequeñas y medianas empresas (las que tienen menos de 50 asalariados), que representan el 70% de los puestos de trabajo en España, crezcan, se hagan grandes (facturen más de 3 millones de euros). Para ello es necesario que cambie la fiscalidad, alentando, que no dificultando, el crecimiento empresarial y teniendo en cuenta que en España ha habido durante muchos años un exceso de inversión pública y un exceso de gasto público y de déficit, que ahora ya supera el 100% del Producto Interior Bruto nacional anual, esto es, más que todo lo que producimos los españoles en un año. Gastar eternamente más de lo que se produce es imposible, como sabe cualquier familia y demuestra cualquier economía familiar. Un Estado que permanentemente gasta más de lo que ingresa y que vive de lo que le prestan -y tiene que devolver- sólo puede sobrevivir esquilmando más a los ciudadanos, lo que conducirá a una alocada carrera de más impuestos, menos recaudación y -véase el caso griego- quiebra, pobreza generalizada y catástrofe garantizada.

Sobre los malditos planes de empleo y la reciente y esperada noticia de la subida del paro en Melilla, recordar e insistir, una vez más, en que los planes de empleo, en su actual formato, son planes de desempleo, son formas de tirar el dinero público, colocando a buena parte de enchufados y recomendados por razones electoralistas y, como conclusión, alentando el no trabajo, o sea, el desempleo. Una simple ojeada a los números, a los resultados de esos nocivos planes, lleva a la inocultable conclusión de que los mal llamados planes de empleo son todo lo contrario, son auténticos planes de desempleo. Y, en ese sentido, es necesario recordar que, a diferencia de lo que dicen muchos políticos -de todos los partidos- los empleos no los crean los políticos ni los sindicatos, sino los empresarios (sobre todo los pequeños y medianos) y los autónomos. Si, como pasa en todos los países con mayor grado de desarrollo y riqueza, se facilita y alienta la labor y la iniciativa de los empresarios (que no, como bien me decía Margarita López Almendáriz el pasado miércoles, "emprendedores", una horrible palabra que se puso de moda y que, afortunadamente, va cayendo en desuso) se consigue disminuir estructuralmente el paro y se aumenta el nivel de vida de los ciudadanos. Si, por el contrario, se aumenta el número de empleados públicos se pueden obtener algunos votos cautivos más, pero sólo se logra aumentar el gasto público, el gasto estructural y, como consecuencia, los impuestos -el dinero que, a la fuerza y con fuerza, nos quitan a todos los ciudadanos- lo que ralentiza o desalienta la labor empresarial e impide la creación de empleo al ritmo necesario y posible.

Que cierren algunas empresas es inevitable, e incluso conveniente, en cualquier economía libre. Cerrar es lo que ha hecho Gustavo Cabanillas, el monopolista de la distribución de la electricidad en Melilla (donde la electricidad es la más cara de España y no sé si de todo el mundo, una situación insostenible, un impedimento crucial para el desarrollo de nuestra ciudad) que acaba de terminar con sus empresas de comunicación (Cablemel, La Luz,..) empresas que sufragó con la inmensa cantidad de millones de euros que le proporcionó el Estado, la Administración Pública -más de 71 millones de euros en 8 años, los que van desde 2009 hasta 2016- dinero que utilizó para aliarse -vía operaciones vinculadas, y presuntamente ilegales, entre sus empresas, que jurídicamente no son empresas vinculadas- con los enemigos políticos del Gobierno de la Ciudad -encabezados por el ya extinto PPL que presidía Ignacio Velázquez- y para insultar, acosar y calumniar a los medios de comunicación locales, muy especialmente a MELILLA HOY y a mí, utilizando, entre otros y como arietes a personajes del tipo de García Angosto, de un ex legionario con pistolas ayudado a marcharse de la Legión, del hijo de Velázquez y de presuntas conexiones con la red criminal conocida como Salander. Es más que probable que entre las 11 personas que están a punto de recibir la reglamentaria carta de despido haya algunas decentes y merecedoras de lamentar que se hayan quedado, de momento, sin trabajo, pero también es evidente que algunos de los que trabajaban para Cabanillas y sus socios políticos de conveniencia temporal se merecen lo peor de lo peor, el paro incluido.

Hay muchas cosas que son necesarias cambiar en nuestra ciudad si queremos que tenga futuro como ciudad libre, próspera y española. Recomiendo pensar sobre las tres frases siguientes. La primera, una del controvertido y luchador Federico Jiménez Losantos en su programa de radio: "España es el único país del mundo en el que no hay ni un sólo juez corrupto". Curioso, como mínimo. Falso (lo de que no haya ni un sólo juez corrupto) muy probablemente. La segunda, una publicación del New York Times el pasado 31 de marzo en una sección titulada La gente de cada día versus Trump: "En América, cualquiera puede denunciar judicialmente al presidente de los Estados Unidos y tener esperanza de ganar". En España se tiene que acabar con la administración pública irresponsable jurídicamente, y con los presidentes que nombran a sus sucesores, también. La tercera, recogida al vuelo de una televisión española: "No hay pobres porque hay ricos. Antes, todo el mundo era pobre, pero la pobreza antes no nos preocupaba, porque casi todo el mundo era pobre. El capitalismo no vende utopías. Cualquier persona de clase media-baja de ahora vive mejor que el rey de España del siglo XVIII". Moraleja, hay que alentar a los empresarios -y es imprescindible aumentar el nivel de inversión privada en Melilla- si queremos vivir mejor, o quizás simplemente como personas libres en una ciudad próspera.

Posdata. En Melilla se ha instalado una peculiar forma de peste bubónica. No es como la que fuera la pandemia más devastadora de la humanidad, que asoló, en el siglo XIV, media Europa y buena parte de Asia y que causó unos 100 millones de muertos. No es la que contó Boccaccio en su Decameron, un libro de cien cuentos -contados en diez días por los personajes del libro- de los cuales el primero es la descripción de la peste bubónica que asoló la ciudad italiana de Florencia en el año 1348. La de Melilla es una peculiar devastación, mortal para las empresas aunque no para las personas, que se instaló hace ya años en la Ciudad Autónoma de Melilla y que en esencia consiste en que la tal Ciudad no hace frente a los compromisos de pago adquiridos, lo cual, en una ciudad tan burocratizada como la nuestra, es mortal para la economía local. Ya ha habido varias empresas muertas. Otras, las pocas que van quedando y que no se dedican al contrabando vario, están en estado comatoso y, de no poner fin a la causa de la actual, y ya demasiado larga, pandemia, terminarán muriendo, hasta que la poca economía productiva que resta en Melilla desaparezca del todo.

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