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La lista más votada, el voto más listo

Por Juan Ríos, periodista y consultor político

Feijoo escogió la pasada semana el oratorio de San Felipe Neri, cuna de los liberales y la democracia que conocemos, para anunciar una medida que cuestiona, paradójicamente, las bases del liberalismo y el sistema democrático parlamentario. El líder del PP rescató una propuesta que los partidos (mayoritarios) conservan en la nevera esperando el momento propicio para airearla: un pacto para entregar el gobierno a la lista más votada.

No es original el Partido Popular presentando una medida como esta. En 2016 hizo lo mismo, ajustando la ecuación a sus expectativas y resultados electorales, obviamente, en beneficio propio. Lo que se proponía entonces era que si un partido lograba el 35% de los votos y 5 puntos de diferencia sobre el segundo, o el 30% y 10 puntos, automáticamente se le premiaba con la alcaldía, despreciando la aritmética, la representatividad y el sistema de partidos.

En Melilla también se escucharon voces parecidas en 2019 apelando al patriotismo y la ilegitimidad de cualquier gobierno salido de una coalición en la que no figurara el PP. El argumento entonces era parecido. Pero tanto la de 2019 como la de esta semana escondían ciertas dudas. E incluso trampas.

Primera: la propuesta no es neutral. No es casualidad que la proponga el partido que gana unas elecciones pero no gobierna, o el que lidera la oposición en un momento de incertidumbre positiva. La coincidencia de anunciarla en un momento político de duda social en el que las encuestas pronostican un empate, o incluso un sorpasso del PP, no es fruto del azar. Nota: jamás escucharán a un líder político hablar de la lista más votada cuando la demoscopia le arroja resultados a la baja.

Segunda: contradice el principio de coexistencia política y, por tanto, la base de la democracia parlamentaria, porque anula cualquier tipo de gobierno articulado en coalición. El gobierno de la lista más votada es un premio único para el ganador aunque no goce de la mayoría, lo que vacía de competencia a los Plenos municipales. Si el poder lo tiene un vencedor en minoría, el resto de la corporación se vería sometida al dictado de esa minoría. Y eso es, cuanto menos, cuestionablemente democrático.

En 2019, el Partido Popular ganó las elecciones en Melilla, y se aferró a ese resultado para apelar a la legitimidad de gobernar. Pero, ¿es más legítimo el gobierno de un partido que no alcanza el 51% del voto? ¿Debe prevalecer siempre la victoria minoritaria de un solo partido sobre la posibilidad de formar un gobierno con mayoría entre dos o varios partidos?

El valor de nuestra democracia reside en la decisión de una mayoría, no en el partido que gana las elecciones. Cosa distinta es el sistema presidencialista de ida y vuelta, en el que el ganador se lo lleva todo después de dos votaciones. Pero en nuestro país, nuestro sistema no ofrece esa opción. Si el problema de la “legitimidad” necesita resolverse entregando el gobierno a la lista más votada, no ganará un partido político. Perderá nuestra democracia.

Tercera: se justifica en una falacia. Feijoo alegó, entre otras cosas, la necesidad de separarse de partidos de extrema izquierda y extrema derecha para reconstruir los pilares de nuestra democracia. Una voluntad muy loable, pero que choca de frente con el permiso concedido a Fernández Mañueco a pactar con Vox una presidencia vacía de contenido para conservar el gobierno en Castilla y León nada más ser nombrado presidente nacional del PP.

Tras una legislatura compartiendo gobiernos territoriales con Vox, al Partido Popular le empieza a entrar la prisa por sacudirse la etiqueta de extrema derecha que le atribuye el sector de la izquierda. Es probable incluso que se sientan incómodos como socios en sus coaliciones. Pero nada de eso justifica que se instale hoy una zona de exclusión. Sencillamente, ya no es creíble, porque la aritmética es exacta, y después de las municipales y autonómicas de mayo, el puzzle empieza de nuevo, y lo prosaico se impondrá al deseo de gobernar en solitario, con o sin mayoría.

Y cuarta: la medida no soluciona la crisis política que atraviesa el país. Lo que Núñez Feijoo pide para los Ayuntamientos, no lo propondrá, sin embargo, para el Congreso ni para los parlamentos autonómicos, aun sabiendo que la guerra cultural no nace en los ayuntamientos, sino a nivel nacional. Es allí, precisamente, donde los partidos extremos sí condicionan la cultura política y marcan la agenda con medidas que cuestionan las bases del Estado. A niveles locales, el problema no existe, ya que los partidos solo tienen potestad gestionadora, no legislativa. Proponer la lista más votada solo en los municipios no arreglará el grave problema de representación política que sufrimos. Pero es que, además, tampoco es necesario, pues a nivel municipal la Ley electoral no permite la repetición de elecciones. Si los partidos no alcanzan un acuerdo de gobernabilidad, el partido que más votos ha recibido asume automáticamente el gobierno en minoría.

A nivel local, lo que pretende el PP es dopaje político para evitar coaliciones y gobiernos obligados a negociar. A nivel nacional, Núñez Feijoo busca ganar una meta volante en mayo para llegar a las elecciones generales de noviembre con velocidad de crucero, aun renunciando al principio más básico de la política, que es el consenso y el acuerdo.

Olvidan nuestros líderes que esta fragmentación del espacio político es el resultado de la corrupción interna de sus partidos, su exceso de poder y su incapacidad de hacer política de altura y llegar a acuerdos de Estado en los grandes temas, incluida la regeneración democrática. Quien diga que es imposible que mire a Alemania, donde los dos grandes partidos pactaron no formar nunca de gobiernos con partidos extremos.

Nuestro sistema no tiene la culpa de que los políticos estén más centrados en hablar de otros políticos que de problemas y programas. Y la Ley electoral tampoco. El deterioro de nuestro sistema no se arregla imponiendo la lista más votada en los municipios, sino con medidas de calado en parlamentos y asambleas. Es allí donde debe comenzar la tarea difícil, costosa y erosionadora de anteponer los principios y valores democráticos al tacticismo y el golpe de efecto en el que llevan años instalados los partidos. Todo eso supone una inversión a fondo perdido, pero todo sacrificio merece la pena si lo que pretendes el beneficio es de todos. Cualquier anuncio que no incluya el compromiso firme e ineludible de renunciar al gobierno con extremos será un teatro de máscaras que socavará aún más la credibilidad de nuestros gobernantes, alejará a la gente de la vida pública y allanará el camino a quienes solo pueden sobrevivir en un escenario inestable.

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