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El rincón de Aranda

Lo ocurrido en un corralón del Barrio de La Trinidad de Málaga

Como comprendo que, por lo del espacio, debo ser un poco conciso en mis escritos, voy a volver a relatar, corregida y un poquitín aumentada, una anécdota del libro de Diego Ceano titulada: “Historia de una Cagalera”. Cuenta Ceano, alabando a los grandes escritores malagueños, como Medina Conde, Guillén Robles, Vázquez Otero, Estébanez Calderón, Díaz Escobar, … …Bejarano Robles, etc., en un homenaje que se le hizo a Manuel Ocón Dueñas, le deleitó con un relato que hacía varios años ocurrió en uno de los corralones, -patios de vecinos-, del barrio de la Trinidad, donde solo existía un retrete para veinte familias, un pozo para sacar el agua, y un lavadero comunal. Entonces en Málaga, allá por la década de los 40, como en toda España, la gente humilde tenía hambre, arrastrada por lo que “lió” Franco en el 36, mientras se celebraba el apoteósico “2º Baile Mundial “, como decía mi madre: “La mayor nació en el Movimiento y los otros tres en los años del hambre”. Bueno pues resulta que en uno de esos corralones, la pobreza de sus vecinos era tan manifiesta que entre ellos, con sus miserias y sus “gazuzas”, se ayudaban con lo que podían. Un día uno de los vecinos, que trabajaba en la lonja de pescadería apareció, todo contento y feliz, con un cubo lleno de pescado. Las vecinas se arremolinaron cada una con su carbón y sartenes dispuestas a freír el manjar del mar. Una preguntó quién tenía harina; varias contestaron que la tenían, y algún trozo de pan duro, mohoso, que se podría rallar y emborrizarlos para que estuviesen más apetitosos, pero ninguna de ellas tenía el líquido verde sagrado de la oliva, nuestro aceite tan rico de Andalucía, y tan escaso en aquéllos años. Tras mucho cavilar uno de los vecinos, muy prudente, comentó que él tenía dos botellas de aceite de hígado de bacalao: “Pero no sé si este aceite servirá para freír el pescado”, decía el hombre. Una de las vecinas que ya los estómagos de sus hijos le estaban llamando de todo menos bonita, dijo: “¡Pues no es aceite, que más da!”. En la fritanga que se hizo aquélla tarde-noche en el corralón, utilizaron los componentes mas diversos. Después del festín cada vecino se fue a su casa a dormir, o a lo que fuera, que entonces no había televisión y casi nadie poseía un aparato de radio, por eso había tantas mujeres preñadas, para el “Glorioso Alzamiento”. Claro que al rato, el aceite de higado de bacalao empezó a surtir efectos, y los intestinos comenzaron a cabrearse, produciendo sonoros conciertos internos. ¡Qué fatiga!, pasarían los pobrecillos. La visita al único retrete era algo que no admitía espera, pero el problema era aún más agudo, ya que el que entraba le parecía que estaba en la gloria, ahora que los que esperaban con las piernas cruzadas y a pié firme a punto de que se le saliera el “punto”, algunos corrieron al cercano Guadalmedina, -mucha gente le llamaba el Caca Seca, aliviándose lo mejor que pudieron. Eso sirvió para que muchos vecinos de la calle, al enterarse del infortunio de aquéllos cagones incontinentes, estuvieron mucho tiempo de risas y de chanzas con la famosa cagalera de “pescao” frito con aceite de hígado de bacalao. Como saben, todo lo escatológico es a veces repugnante, y mucha gente vomita y todo.

Esto me recuerda a Quevedo, en “Gracias y Desgracias del Ojo del Culo”, y su “Defensa del Pedo”.

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