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El rincón de Aranda

Antiguas becas y ayudas al estudio

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Cuando yo tenía la Comunión cumplida, en el Colegio de Ataque Seco, hoy España, repartían cada mañana la ración de leche en polvo y el trozo de queso, que si se tomaban en ayunas, y sin pan, como hacían muchos chavalillos, se iban de vareta al poco rato con su correspondiente cagalera. Aquél año también entregaron a los niños unas rebecas muy feas, color mierda de gato, con gordos botones.

Recuerdo que en mi colegio el conserje iba entregando a cada niño de la fila, su correspondiente rebequita, poniéndose ellos más contentos que unas Pascuas. Pero cuando se acercó a mí, el hombre, me acarició la cabeza y me dijo: “A ti no te hace falta, hijo”. En aquél momento sentí como si me hubieran dado un bofetón. Al llegar a mi casa, con la cartera de cuero al hombro, que me había hecho el guarnicionero de la calle Castelar, llorando y con un mosqueo de cojones, mi madre, a fuerza de caricias, se enteró del motivo de mis lloros. Entonces me dijo: “Hijo, tú no te preocupes que esas prendas se las habrán entregado a otros niños que las necesitan más que tú”. Pero claro, yo adivinaba que en su interior mis lágrimas le dolían mucho más que a mí, porque no me habían dado nada. Al día siguiente, se puso el vestido de ir a misa, y muy repeinadita, trincó a su Juaneles de la mano, y juntos se plantaron ante D. Domingo Pérez Morán. Éste hombre, a la pregunta de mi madre, le contestó que cómo me iban a dar a mí esa prenda, si cada día venía vestido hecho un pincel, y no como otros chicos (como era de Valladolid, decía chicos, en vez de chaveas) que llegaban con alpargatas medio rotas, con piojos, y poco aseados. Entonces a ella, le salió la “vena” de lo que aprendió de niña con el anciano D. Agapito, antiguo “maestro de la aguja” y “reputado sastre de portal”; indicándole que la sahariana que yo llevaba puesta era de un resto del uniforme postal de su padre, mi abuelo, que también fue Cartero Urbano, y que ella primorosamente lo había arreglado a mi talla. Ante la sucinta explicación de mi madre, D. Domingo se fue para un armario, y muy paternal me entregó el gran trofeo: La ansiada rebeca. Después de la despedida, a continuación, subiendo ambos por la calle Tarragona, al llegar a la de Martín Galindo, esquina con Castellón había un hombre, junto a un niño, vendiendo chumbos que cargaban en dos cubos; pero sin borriquillo alguno; y mi madre viendo a ojo la talla del chavea, le dijo: “Anda, hijo ponte esta rebeca, que es para ti”. Cuando el niño se vio con la prenda puesta, y la sonrisa aflorándole en sus ojos el padre, queriéndo agradecer el obsequio, quería regalarnos un puñado de chumbos, pero mi madre le dijo que eso era para su hijo.

Y aquí me tienen a Juaneles, que no sabía qué decir: Si llorar porque había perdido su ansiada rebeca, o sonreírle a mi madre por la lección magistral y tan sublime que acababa de darme. Esto último es lo que siempre llevo como recuerdo en lo más hondo de mi alma: Pobrecita mía.

También releyendo las Actas del Ayuntamiento de abril y septiembre de 1945, pocos años antes del suceso de la rebequita, color mierda de gato, siempre me asombran las concesiones de becas que les daban a muchos jóvenes de Melilla. Por ejemplo: 2.000 ptas, para el estudio de aparejador; 500 ptas para la obtención del título de Maestro de 1ª Enseñanza; 2.000 para cada uno de dos que estudiaban medicina, más 600 para gastos de viaje; 3.000 para el que estudiaba derecho; otras 3.000 para el de química, que luego montó una farmacia; 2.500 para el de veterinaria; 2.200 para que el estudiante de Aduanas se desplazase a la Península. Creo si usted, querido lector, leyera algunos de esos nombres y apellidos que les fueron concedidas esas becas y bolsas de estudio, se extrañaría muy mucho al comprobar que la mayoría de ellos tenían unos apellidos muy nombrados en la ciudad, como también eran gente de posibles.

A los hijos de los “tiesos”, en los colegios de balde o nacionales: Leche en polvo y queso en barra cuadrilonga, y de vez en cuando rebequitas mal confeccionadas, y se acabó. Y si el niño, hijo de uno de estos “tiesos”, iba limpito, eran solo buenas palabras; pero eso sí, muy paternales y caricias en el pelo, y aquéllo de: “Su hijo vale un potosí, señora”.

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