Escuchando el discurso de dimisión de Albert Rivera el pasado lunes tras el estrepitoso hundimiento de su partido en las elecciones generales del 10-N, varias reflexiones me acuciaban. Principalmente que los éxitos y triunfos en política, siempre, o casi siempre, son breves, relativamente efímeros. Y el precio que se paga es cuantitativamente alto ya que hoy día la política está envenenada de odio, avaricia, revancha,… Parece que se recupera el estado de normalidad cuando súbitamente se abandona la rivalidad política y ya se deja de interpretar un guión predeterminado. Eso es lo que vi en este precoz personaje, en Rivera, que no pocas veces despertó en mí sentimientos de claro rechazo y, sin embargo, al emerger la condición humana en esa puesta en escena dimisionaria, afloran otras emociones, sentimientos más nobles y primigenios.
En estos tiempos que corren la política embrutece, paradójicamente, ya que recuerdo, no hace mucho tiempo, en la época de mi militancia política, la ingenuidad idealista era muy habitual. Hoy la política está mucho más ligada al factor del interés inmediato. No se hace política para las generaciones venideras, se hace para el aquí y el ahora, pensando en lo inmediato en su sentido estrictamente pragmático. De ahí las oscilaciones: quien hoy es moderado o comedido inmediatamente transmuta al radicalismo enconado si las circunstancias electorales lo ‘aconsejan’.
Y lo inmediato, casi siempre, es nocivo en política. Sobre todo cuando no se ponderan las palabras antes de expresarlas verbalmente. Perder convocatorias electorales, según parece, origina reacciones ambivalentes. Véase por el contrario la andanada verbal al calificar de “Estado de sitio” el despliegue policial en Melilla el 10-N. Es muy llamativo, tanto que se ridiculiza con sólo referir el despliegue inédito de más de 12000 efectivos policiales en Cataluña, –92000 en toda España– para, lógicamente, garantizar el derecho al sufragio. Pero, ¿saben qué implica el Estado de sitio quienes lo esgrimen como arma arrojadiza? La incontinencia ‘discursiva’ hace estragos cuando se habla sin ponderación dando lugar a exageraciones desfondadas. El problema de estas hipérboles desmedidas es que cuando se tenga que denunciar actos que imperativamente precisen de calificativos contundentes, nadie dará crédito a la acusación.
Sin embargo lo verdaderamente anormal es que Melilla, desde hace ya años, sea siempre la última en terminar el escrutinio electoral. Todo ello derivado de la poca cultura democrática de algunos que se empecinan en impugnar el más mínimo inconveniente. Parece como que demorar, obstaculizando ya sea con subterfugios, otorgue una pátina de poder añadido. Por otra parte, dejar plantados a los periodistas no acudiendo a la obligada comparecencia pública tras unos resultados adversos denota, claramente, el sentido cesarista de la política. En puridad, pocos partidos políticos son auténticamente democráticos en su gestión interna. Y claro, los que se incorporaron tardíamente a la acción de la política, cargan con la inercia de una atrofiada percepción que distorsiona el sentido del pluralismo político.
Sin duda en Melilla los hábitos democráticos aun distan mucho de haber calado todo lo deseable, especialmente en las capas sociales más vulnerables, algo a todas luces evidente cada vez que somos convocados a votar. Las anteriores elecciones generales del 28-A insólitamente fui objeto de una extraña visita en mi domicilio. No olvidaré mi asombro al abrir la puerta de mi casa y encontrarme con una persona que decía venir sólo para recordarme que yo aun no había votado y solo quedaban dos horas para hacerlo. Se me ofrecía llevarme de ida y vuelta gratuitamente a mi colegio electoral. Mi indignación fue tan monumental que el tal ‘benefactor’ puso los pies en polvorosa tras increparle severamente. Ahora bien, ¿cómo podía tener esa información alguien que yo no conocía? No requiere de mucho ingenio para obtener la respuesta concluyente cuando hay quienes tienen fácil acceso al censo electoral.
El ansia de poder es una de las perversidades más antiguas del ser humano. “Hay en el hombre un deseo perpetuo, incesante, de poder, que no cesa más que con la muerte”, escribió Tomás Hobbes, uno de los fundadores de la filosofía política moderna, en su famoso “Leviatán”, un tratado sobre la naturaleza humana y la organización política. Uno de los tantos peligros que denuncia, es la exageración del egoísmo y la agresividad de algunas personas cuando en su ansia de poder provocan una latente hostilidad hacia los demás. El “apetito de poder, de prestigio y de riqueza”, decía Hobbes, se convierte en unas de sus obsesiones irrefrenables.
No pocas veces la política ejercida irreflexivamente es un veneno letal, con toda seguridad dependiendo de la dosis administrada. Véase lo acontecido con Alber Rivera. Infinidad de veces he repetido en mis conversaciones cotidianas una máxima que siempre gusto recordar, acuñada por el historiador y político Lord Acton que dice: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y probablemente, en ello andamos, aquí y allá. Es el veneno de la política.