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MUCHO MÁS QUE SOLO BICI: El síndrome de la rana hervida

Las RRSS nos siguen bombardeando a cualquier oportunidad que se les presenta con miles de imágenes, relativas a los distintos “puntos negros” que cohabitan en nuestra pestilente ciudad. Muchas son las demandas sociales, como muchas son las carencias que, al aparecer, de forma “inevitable”, sufrimos sin medida, arrastrando nuestras vidas por ese surco en el que se ha convertido nuestra querida ciudad, un camino lleno de agresiones permanentes del que no podemos sentirnos orgullosos. El desapego urbano al parecer forma parte de nuestro ADN melillense, pues son pocos los ciudadanos que a través de su inconformismo pretenden cambiar el paso, un grupo pequeño, casi residual incapaz de revertir este sunami urbano que nos arrastra hacia el desastre.
Zonas residenciales, espacios naturales, aceras, playas o mares son agredidos sin vergüenza alguna. Ningún lugar resulta desconocido para esos habituales vertidos que las inundan: bañeras, lavadoras, escombros, aceites, coches… Todo parece “digno” de observarse en una ciudad donde la desidia de sus políticos y técnicos ya ni nos sorprende.
La Melilla contemporánea se desangra bajo nuestros pies. Las filtraciones que estos residuos provocan en el subsuelo de la ciudad darán buena cuenta de la pobre red hídrica de la que disponemos. En la actualidad mezclamos agua tratada en la planta de osmosis con el agua de los pozos debido a la alta demanda, así como a la falta de producción, enquistando una situación ya de por sí crítica, relativa a la producción de un bien tan necesario como lo es el agua para el consumo, un agua que según el PLAN ESTRATÉGICO DE MELILLA verá aumentado su falta de producción (estrés hídrico), en un 40% en los próximos años.
“El agua va a parar al mar”, según reza el dicho, un bien público tan escaso que apenas ocupa el 2,5% de la totalidad de la superficie terrestre y que, sin embargo, nutre toda la vida que en ella se desarrolla. Un agua que, tras pasar por nuestra ciudad arrastra la huella innegable de nuestra indiferencia, un río y unas aguas subterráneas colmatadas de residuos al sufrir vertidos constantes, todo un atentado contra la salud pública y la degradada biodiversidad de nuestro entorno.
El desprecio absoluto hacia el cuidado del espacio público es una lacra, los vertidos de escombros en cualquier rincón de la ciudad o zona verde son fácilmente observables desde cualquier punto. No hace falta que se suban a una atalaya o que manejen un dron, estos se entremezclan con vertidos de aceites, enseres, hormigón, aguas negras, vidrios, orgánicos y la más variada naturaleza que se puedan ustedes imaginar. Colillas, bolsas, papeles, cristales… todo tiene cabida bajo el techo “estrellado” melillense. Mis amigos me dicen: “Javi, no te vas a creer lo que hay en tal o cual zona”. Y realmente no puedo, pues ya creía haber visto lo suficiente, aunque al parecer no es así, como demuestran las decenas de fotos que me envían de esos lugares tan “variopintos”, que el propio FITUR desconoce. Disfrutar como ciclista o peatón de los espacios naturales se ha convertido en un “ejercicio” continuo de tragar saliva. Las agresiones son continuas a nuestros sentidos, vista, oído, olfato. Ninguno queda libre de ser ofendido al acercarnos a esa breve naturaleza que nos rodea. Practicar el ocio que ofrecen los senderos alejados del tráfico resulta hoy francamente complicado. La mismísima pista de carros es hoy un vertedero de escombros de toda índole. Sus “supuestos cuidadores” se han convertido recientemente en su mayor enemigo. La pista de carros, antes un lugar que disfrutar, ahora es otra miserable rana hirviendo.
Algo tan sencillo como la práctica del ciclismo de montaña o de carretera se ha convertido en un reto a nuestra comprensión sobre el comportamiento humano, en esa agresión constante hacia medio natural, que resulta indiferente a los responsables públicos. La incompetencia resulta demasiado manifiesta. La falta de sensibilidad, de rigor en el cumplimiento de unas normas básicas, están convirtiendo la ciudad en un cenagal, un pozo negro que escapa a la razón humana y que, igualmente, daña la biodiversidad, una biodiversidad de la que depende el 40% de la economía mundial, ¡ahí es ná!
La proliferación de estos “puntos negros” nutren enfermedades, pestilencias y una imagen de ciudad que nadie se atrevió a mostrar en el reciente FITUR 2022. Sin embargo, esta realidad es omnipresente. Me pregunto (pensando en voz alta), ¿cómo el ser humano puede manifestar tal grado de hipocresía, de cinismo?, ¿cómo podemos pretender que vengan a nuestra ciudad personas desconocidas para ella y que por otro lado sus residentes la quieran abandonar, ¿qué se pretende con ese discurso de lo absurdo?, ¿ofender el sentido común?… Les puedo garantizar que ya lo hacen, no se esfuercen más, así no engañan a nadie, somos ciudadanos maduros, no necios, ni tampoco zoquetes, a pesar de su mala intención manifiesta.
Melilla se ha convertido en un escenario del que nadie puede sentirse orgulloso, pues solo sacan rédito esos ignorantes que nos agreden a diario. “Si no miras, no ves, si no ves, no actúas” esa parece ser la consigna. Pues hoy yo quiero mirar, quiero ver, quiero gritar ¡¡MI CIUDAD APESTA!! Mi hermano me dijo hace unos meses después de venir de la localidad de Sanguesa: “Javi, la ciudad huele rara”. Me contó que tardó 3 días en “distraer” esa percepción del olor ambiental, un olor que nos retrata como sociedad, sin despertar el interés de nadie, pues como buenos hijos nos hemos acostumbrado al olor de nuestra madre, una madre que, a pesar de enfermar cada día que pasa, nos sigue dando cobijo.
El barrio donde residen mis padres permanece como un claro ejemplo de la desidia de las instituciones, donde nadie es librado. Abandonado durante más de 40 años, la falta de cuidados resulta más que evidente: casas expropiadas por la CAM derruidas donde se colmatan residuos de todo tipo, con nidos de ratas o aceras ilegales, ni siquiera el asfalto se libra de la degradación permanente, donde decenas de rincones “sin encanto” proliferan como un virus. Fuerte San Miguel y Fuerte San Carlos actúan como un espejo cruel que devuelve a sus observadores solo lo que se ha “invertido” en él. Un lugar donde se nos enseña que la mejor forma de expulsar a alguien es impedir que desarrolle una vida digna, pues ese es el objeto del barrio de mis padres y ese parece ser el objeto final de esta ciudad. La dejadez permanente, el abandono de las responsabilidades sanitarias en materia de calidad del aire, del ruido, de la siniestralidad vial, de la contaminación de los espacios naturales, de la basura, de la destrucción de los espacios verdes o de la calidad del agua, desde luego da que pensar. No se pueden hacer las cosas tan rematadamente mal sin un objetivo final, no se pueden equivocar tanto, les aseguro que estadísticamente es imposible. Tiene que haber algo que se nos escapa, no se puede ser tan incompetente, resultaría imposible.
La desilusión por seguir desarrollando nuestras vidas en esta ciudad sigue creciendo. Los ciudadanos de bien que la nutren son expulsados de una forma lenta pero constante. La ciudad que hoy tanto nos cuesta reconocer se vuelve hostil, no de una forma en la que nos podamos percatar, sino “poco a poco”, como la metáfora de la rana que se calienta lentamente en una olla hasta morir sin enterarse. Una ciudad que no importa a nadie fuera de ella, más allá de sus propias limitaciones fronterizas y que, en lugar de provocar una catarsis local, un “efecto isla” (sino lo hacemos nosotros nadie lo hará), logrará, como la rana tonta de esa metáfora, que acabemos renegando del lugar que un día nos vio nacer, sintiendo nuestra ciudad extraña desde la distancia.

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Javier Bocanegra

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