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Atril Ciudadano

La tentación del poder

Estamos asistiendo a la degradación de los sentimientos nobles del ser humano, solo por el afán desmesurado de conseguir poder. Cuanto más poderosos seamos mejor, como si lo más importante para el Hombre fuera satisfacer esa ansia descomunal que le va a permitir abrir todas las puertas para conseguir fama, riqueza, gloria y honores; es decir, todo aquello que anhela, pero que su espíritu desdeña, porque los podrá llevar consigo al otro mundo. ¿Para qué, entonces, ansiamos tanto el poder? ¿Por qué nos atrae tanto? ¿Por qué soñamos con ser poderosos? ¿Por qué cedemos tan fácilmente a esa tentación?
El papa Francisco, en su viaje por tierras polacas, durante la Jornada Mundial de la Juventud, denunciaba la tentación que se está infiltrando en el ser humano que busca desaforadamente el poder. Sí, es cierto que, en la actualidad, y a nivel mundial, el poder se proclama el dueño y señor de todo. Es un hecho real, histórico, diría yo, porque creo que nunca ha tenido esta palabra tanta transcendencia como la tiene en nuestros días. Y resalto dueño y señor, porque de un tiempo a esta parte, es uno de los vocablos que más envidiamos en este mundo materialista y desgarrador, en el que impera la ley del poderoso, que hace y deshace a su antojo y se cree con derecho a abusar, violentar y tiranizar e incluso obligar a sus vasallos para que cometan actos más ignominiosos y vergonzosos que los que él pueda cometer.

Sí, asistimos a un momento histórico en el que solo pensamos en adorar a ese becerro de oro llamado dinero-poder, por el que nos sentimos atraídos y por el que se rige, en infinidad de ocasiones nuestro comportamiento. Por conseguir poder y dinero somos capaces de realizar los actos más deleznables que el ser humano puede llegar a realizar. Y en esta época en la que impera el materialismo y el individualismo, el poder, hecho a imagen y semejanza suya, nos hechiza con su mágica fuerza, una cualidad que le hace adictivo, y nos impide renunciar a sus protervos deseos. Pero, al mismo tiempo que nos subyuga, nos envilece, porque proporciona a nuestro ego todo lo que necesita para fortalecer la sed de vanagloria y mantener los vicios que se derivan de él. Y termina siempre haciéndonos creer que, si nos aferramos a él, tendremos resuelta nuestra vida
En mi libro, Pecados del poder y sueños rotos, critico con dureza al poderoso que se vale del poder para cometer los delitos más abyectos: abuso, soborno y manipulación, malversación de fondos públicos, tráfico de influencias y blanqueo de capital, pero sin olvidar la mendacidad o cualquier otro tipo de aberración humana; pero, por desgracia, queda impune muchas veces. Y me rebelo contra ese oscuro deseo de alcanzar el poder para llegar a la fama, obtener dinero y conseguir la gloria mediante métodos ilícitos. Recrimino, sí, esa ansia, tan de moda en nuestros días, y el absurdo afán de todos esos poderosos que se creen con derecho a conculcar las leyes y vulnerar los derechos de las personas, imponer sus normas, menospreciar a quien no piensa como ellos y aislar a quienes no se someten a sus estúpidos caprichos.

Pero no creamos que ese afán desmesurado por el poder ocurre únicamente entre las personas que ostentan cargos políticos o financieros. Es cierto que es una realidad común en todos ellos y, por desgracia, un mal del que no está exento nadie. Todos estamos condenados a ser infectado por él, pero hasta que no tenga consecuencias perniciosas, nadie puede ser acusado por ello. El poder en sí no es malo. Lo malo es ansiarlo de manera desmedida y obstinada, con el fin de satisfacer la vanagloria y alcanzar metas que sirvan de trampolín para llevar a cabo actos nocivos y execrables. Fomentar o desear el poder con el fin de conseguir ver realizados nuestros sueños, no es algo que nos haga sentir orgullosos, pero mientras no lesione sentimientos o perjudique intereses, no puede ser considerado un mal como tal. Los sentimientos nobles del ser humano son incompatibles con los deseos desordenados y perversos que le incitan a delinquir. Por eso, criticar a quienes han incumplido las promesas que prometieron antes de llegar a ostentar el poder, no es una acción censurable, sino un hecho de obligado cumplimiento para quienes se sienten engañados, porque quien promete algo, ha de cumplirlo.

Recordemos a quienes desean ostentar cargos de poder, que, cuando ese sueño se haga realidad, no se olviden de las promesas hechas al pueblo, porque el que no cumple sus promesas no es de fiar. El poder no puede servir para ensalzar a la persona que lo deshonra, sino para dignificar sus buenos actos y encumbrarle por haberse sacrificado en pro del bien común.
¡Pero qué pocas personas desean ser poderosas por altruismo! ¡Y cuántas, sin embargo, aspiran a serlo para dar satisfacción a sus vicios más abyectos!

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