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El Expediente Picasso y la rebelión de las Juntas Militares (y II)

desastre de annual

Por Severiano Gil

 

Un pulso al ministro

Sin pensárselo dos veces, en la Navidad de 1921, comienzan las manifestaciones por escrito de los junteros, plagadas de ataques directos al ministro, a quien tachaban de <<peligro […] por su ceguedad innata en los movimientos pasionales que engendra su temperamento, su manera de actuar y su incompetencia>>, lo que le impulsaba a estar en contra del sindicato militar.

Ítem más, el 4 de enero de 1922, la Junta de Infantería remitió un mensaje al Ministerio de la Guerra, también publicado en el periódico de las Juntas, invitando directamente al rey y al presidente del gobierno a que cesaran a La Cierva, recriminándole, entre otras cuestiones, por su indecisión a la hora de defender al Ejército de los ataques que recibía desde el Parlamento y desde la prensa, obstaculizando además las exigencias de <<sanciones a quienes hubieran incurrido en responsabilidades…>>, y recordemos que todavía no se había publicado el Expediente Picasso ni sus conclusiones.

En cambio, se contradecían en su juicio “a priori” de culpabilidades al exigir la liberación de los prisioneros de Alhucemas como un medio de lograr el <<esclarecimiento de los hechos>>, hechos que, por otra parte y según ellos mismos, parecían más que probados por las meras deducciones que flotaban en el ambiente de toda la nación.

Veinticuatro horas después, el mensaje fue enviado al rey, añadiendo un mensaje directo a La Cierva, puntualizando que <<los oficiales de Infantería esperaban la orden para marchar sobre el palacio de Buenavista —donde radicaba el Ministerio— para echar al ministro de allí>>.

Lejos de amilanarse, La Cierva contrataca y, el 7 de enero, cita en su despacho a los presidentes de las Comisiones de todas las Armas y Cuerpos, al general Gabriel Orozco, capitán general de Madrid, al general Burguete, gobernador militar y al jefe de la sección de Infantería del Ministerio, general Feijóo, y les pone por delante, mirándolos a los ojos, el manifiesto de las Juntas, esparcido por las mismas a los cuatro vientos para que la crítica a su persona llegara a manos de políticos, militares y periodistas.

Allí, frente a todos ellos, manifestó con energía que, como ministro, él sólo respondía ante el rey y ante el Parlamento, y que no debía por tanto explicación alguna a las Juntas, y mucho menos les temía, aunque, para referirse a la amenaza de echarlo de su puesto, los conminó a que <<lo tiraran por el balcón, si se atrevían, ya que, por la puerta, no saldría vivo>>.

La tensión alcanzó su máximo grado cuando anunció que suspendería inmediatamente a todos los miembros de la Comisión de Infantería, ordenándole al general Orozco que instruyera un sumario contra los iniciadores y colaboradores del acto de indisciplina.

Los representantes de las restantes comisiones, espantados, se desvinculan de la iniciativa de Infantería, y le piden a La Cierva un plazo de dos días para <<encontrar una solución armónica>> que detuviera la crisis. La Cierva, sin ceder un ápice, les responde que: <<a un ministro no le toca parlamentar, sino disponer>>, de manera que los remitía al capitán general, que era a quien le correspondía valorar los actos de indisciplina.

Esta postura firme del ministro, además de generar una temerosa perplejidad en las Juntas, tuvo la virtud de granjearle no sólo el apoyo decidido de los militares anti-junteros, sino que incluso muchos junteros se mostraron críticos con la actitud de los de Infantería, y hasta generales que hasta entonces se había mostrado cercanos a las Juntas mudaron sus simpatías e hicieron causa común con La Cierva. Como consecuencia, en el seno de las Juntas de Estado Mayor y de Artillería se promovieron debates en los que se ponía en duda –sorprende la tardanza—que la existencia de organizaciones síndico-militares fuera compatible con la disciplina militar.

Sólo Caballería se posicionó al lado de la Junta de Infantería, el resto pidió que se retiraran las demandas y que se formulara una excusa colectiva ante La Cierva.

Pertinaces en su línea, la Comisión de Infantería acudió al Rey, quien, sin embargo, rechazó intervenir, de modo que, sintiéndose demasiado expuestos, renunciaron a su ataque y pidieron perdón públicamente al ministro.

Pero, cuando ya parecía que las aguas volvían a su cauce, La Cierva mantuvo la presión, anunciando un decreto por el que las Juntas –como hemos visto, bajo el nombre oficial de Comisiones— pasarían a depender del ministro de la Guerra, prohibiendo los locales particulares de cada una de ellas y reinstalándolas en dependencias controladas por el Ministerio, que sería quien fiscalizaría los gastos y recaudaría las cuotas. En el aspecto orgánico, correspondería también al Ministerio elegir a los representantes de las mismas, entre una terna propuesta, y, en adelante, cada reunión debería registrarse en un acta que evitara deliberaciones secretas, las cuales se elevarían a la superioridad para la aprobación de las medidas adoptadas.

La Cierva dio un plazo de un mes para que las Comisiones se disolvieran y se adaptasen a las nuevas normas; es decir, el ministro estaba decidido a liquidar la independencia de las Juntas.

El teniente coronel Vives, presidente interino de la comisión de Infantería anunció que ese decreto acarrearía peligros y perturbaciones indeseadas, y abandonó la reunión como un modo de reforzar su protesta. Pero los restantes presidentes se mostraron favorables a las disposiciones del ministro, si bien le solicitaron un plazo de tiempo para convencer a los de Infantería que, renuentes a las nuevas medidas, acudieron al rey para obligarle a que no firmara el decreto.

La Cierva, sin aflojar la presión, telegrafió a todos los capitanes generales para ponerles en alerta ante la actitud <<incompatible con la disciplina>> de la Junta de Infantería, autorizando las medidas necesarias para evitar un posible pronunciamiento de los infantes, así como otros elementos que se les sumaran en la esperada rebelión.

Acto seguido, el 11 de enero, el ministro acudió a Palacio para presentar a Alfonso XIII el decreto para su firma, y aquí comienza una extraña serie de movimientos que todavía mantiene la expectación de muchos historiadores e investigadores.

El rey, de entrada, no se niega a firmar, pero muestra sus temores de que al Arma de Infantería se opusiera con energía al contenido del documento, y sugiere a La Cierva aplazar la firma. El ministro, consciente de los temores del monarca, pero decidido a no cejar en su línea de actuación, propone publicar las medidas disciplinarias por medio de una real orden, que sólo necesitaría la aprobación del Gobierno y no la firma del rey.

Pero, cuando La Cierva propuso en el Consejo de Ministros el mencionado documento, el presidente Maura se negó en rotundo a aceptar la fórmula, aduciendo que había sido el rey el que había apoyado el decreto y, en ese momento, no podía echarse atrás, dejando en evidencia al Gobierno.

Con el respaldo de todos los ministros, Maura se dirigió directamente a Palacio para presentar su dimisión al rey, que era consciente de que, en la crisis que se produciría, su figura iba a quedar en evidencia al no haber sabido demostrar firmeza ante los conatos de rebeldía de los militares.

Sin embargo, en los días sucesivos en los que recibió la visita de los líderes políticos, se mostró extrañado de la deriva de los acontecimientos, ya que él nunca se había negado a firmar el decreto, sino que había sugerido un aplazamiento hasta que se aclarara más el ambiente. En ese sentido, Sánchez-Guerra, que ostentaba el liderazgo de los conservadores, declaró ante la prensa que sospechaba que había habido un error en la tramitación, pues entendía que <<Su Majestad no se había negado a firmar el decreto del que tanto se habla>>, y añadió: <<aquí ha ocurrido alguna cosa rara, algo extraño>>.

En el mismo sentido se pronunció el líder de los demócratas, García-Prieto, en tanto que la izquierda constitucional –opuestos a La Cierva y, por tanto, a favor de las Juntas—se declaró dispuesta a presionar para conseguir la dimisión del ministro, proponiendo al rey que nombrara a Santiago Alba.

La voz del pueblo

Sin embargo, comenzó a sentirse un clamor popular dirigido contra la clase política en general, toda vez que lo que los ciudadanos pedían era el desquite en Marruecos y la solución armada que vengara la muerte de tantos miles de hombres. Abucheos a Sánchez-Guerra y a la izquierda, vítores en apoyo a Maura y a su Gobierno e insultos a la percibida connivencia del rey con las Juntas Militares… Un clamor que fue creciendo a medida que la Junta de Infantería persistía en su rechazo a los intentos de ser controlada por el Gobierno, de manera que, tanto Sánchez-Guerra como García-Prieto, se mostraron de acuerdo con el decreto de La Cierva, enfrentándose de una vez por todas a las Juntas, que se habían acabado por convertir en organismos reguladores de la política española, influyendo en la misma hasta tal punto de que un Gobierno podría formarse sólo si contaba con el beneplácito de los militares sindicados.

El maridaje de los conservadores, liberales y el gobierno de Maura resultó ser un poderoso ariete que acabó por quebrar la postura de rebeldía de Juntas y, tras una reunión en la que intentaron de nuevo hacer entrar en razón a Vidal, el presidente de la de Infantería, y luego de efectuar las pertinentes consulta entre sus afiliados, publicaron una nota en la que aceptaban las condiciones de La Cierva y se sometían a los poderes públicos. El 13 de enero, la Comisión de Estado Mayor publica un anuncio expresando que se pone al lado del ministro, y, los días 14 y 15, los presidentes de Artillería, Ingenieros, Intendencia y Sanidad, enviaron sus respectivos documentos en los que no solo expresaban su adhesión al Gobierno, sino que se mostraban favorables a disolver las Juntas que presidían.

No tardó en llegar la adhesión del Arma que faltaba, Caballería, seguida de las comisiones de las unidades que formaban parte del Ejército de África, que explicitaban su adhesión al rey y al Gobierno.

El 16 de enero, la Junta de Infantería publicó una nota en la que explicaba su deseo de no aparecer como único elemento militar sedicioso, por lo que aceptaba el decreto de La Cierva en lo referente a las modificaciones que contenía, y sólo oponiéndose a la disolución de la Junta.

Los episodios relatados no hicieron más que poner en evidencia la situación de inestabilidad que había estado reinando en la política en general y en el Ejército en particular mientras en el Protectorado sonaban los disparos y morían los españoles; una inestabilidad que, inevitablemente, acabó influyendo y precipitando de manera determinante los sucesos acaecidos en el verano de 1921. Estudiados exhaustivamente desde el punto de vista táctico, y algo menos en los aspectos estratégicos, se han mostrado al público desde esta óptica parcial que los enjuiciaba desde el punto de vista eminentemente militar, obviando que, en el ánimo de sus protagonistas, pudieron hacer mucho daño los vaivenes de quienes, en teoría, eran los responsables últimos, el Gobierno y, por supuesto, las Juntas militares.

Los medios de comunicación, inevitables heraldos de las distintas tendencias, también colaboraron en crear un ambiente especial de desencuentros y ajuste de cuentas, de modo que, cuando Picasso deposita su Expediente en el Congreso, el 18 de abril de 1922, los ánimos estaban tan dispuestos a ejercer presión sobre los señalados que el Consejo Supremo de Guerra y Marina se lo pasó directamente al fiscal, quien, por supuesto, encontró indicios de responsabilidades penales.

A partir de ese momento se desata un verdadero pandemónium político cuyo relato necesitaría otro artículo de la extensión del presente, y que finalizó del todo con el advenimiento de la dictadura del general Primo de Rivera.

Las Juntas, a partir de aquella primavera, fueron languideciendo, acomodándose a su natural castrense de obediencia a las Ordenanzas y a los poderes públicos, hasta acabar por ser disueltas por una Ley aprobada por las Cortes, en noviembre de 1922.

Pero nunca podrá borrarse de la Historia que, desde 1917 –año en que se legalizaron—, todas las decisiones tomadas en el ámbito político y militar estuvieron terminantemente influidas por un “lobby” síndico-castrense que amplió su área de acción fuera de los cuarteles, presionando a los Gobiernos y forzando posturas políticas, amparado en una legalidad laxa que permitió la escalada de sus exigencias hasta el punto de casi dar lugar a una verdadera rebelión militar, consentida por quienes, desde el principio, debieron atajar aquellas acciones fuera de lugar.

 

Bibliografía

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DSC, 27 de octubre de 1921, p. 3832-3833. La sesión y los principales puntos fueron noticia en la prensa, como se aprecia en ABC (28 de octubre de 1921), p. 14-15.

VILA SAN JUAN, José Luis. “Alfonso XIII, un rey, una época”, Madrid: Edaf, 1993, p. 222.

TERREROS CEBALLOS, Gonzalo. “Antonio Maura y la cuestión marroquí”, Tesis, Doctoral, Madrid: Universidad Complutense de Madrid, 2013, p. 272.

SECO SERRANO, Carlos. “Alfonso XIII y la crisis de la Restauración”, Madrid: Rialp 1992.

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PLATÓN CARNICERO, Miguel. “Alfonso XIII. De Primo de Rivera a Franco. Plaza & Janés Madrid 1999.

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