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DIPUTADO POR MELILLA: La reputación de nuestros parlamentarios

Por Fernando Gutiérrez Díaz de Otazu

Si hay alguien en España que se vea privado en la mayoría de los casos del derecho a la presunción de inocencia es nuestra clase política. Dentro de ella, la especie más cuestionada es la del parlamentario. Parece existir una cierta obsesión por desacreditarlos lo más posible.
Desde que allá por 2011, hace ya más de 10 años, con la irrupción de Podemos en la arena pública se instalara en el debate de las calles el “que no, que no, que no nos representan, que no”, hasta el día de hoy, la imagen pública de los parlamentarios ha sido objeto de crítica generalizada, siempre en términos abstractos o despersonalizados porque en la distancia corta, a la hora del trato personal, ha sido rara la identificación individual con las críticas que se vierten de manera colectiva. Cuando alguien conoce y se relaciona con un parlamentario, por regla general, no se configura la imagen que colectivamente se les atribuye de manipuladores, mediocres, vagos, carentes de formación, calienta sillas y no sé cuántas lindezas más que se les dedican desde determinados foros de debate público.
Y es que esta descalificación grosera da para mucho a la hora de permitirnos a todos expresar nuestro desdén general por la actividad política y la gestión de lo público. En muchas ocasiones, son los propios parlamentarios los que contribuyen a deteriorar su imagen pública mediante el empleo de descalificaciones recíprocas de escasa delicadeza en el debate público. Parece que no existiera otra forma de defender los propios argumentos que la descalificación personal del adversario político. Lo que coloquialmente ha venido en llamarse el “zasca”.
Yo tengo una muy breve experiencia política y parlamentaria, habida cuenta de que durante los cuarenta y cuatro primeros años de mi actividad profesional me he dedicado a la milicia y he practicado con convencimiento y devoción la neutralidad política, habiéndome incorporado a la actividad política a instancias de un entrañable amigo al que, a pesar de ello (entiéndaseme la ironía), no le guardo ningún rencor.
Y es que considero que la actividad política, no sólo es una actividad noble, sino que es absolutamente imprescindible para poner un poco de orden en este marasmo de intereses colectivos y de capacidades diversas de intervención en lo público en el que vivimos inmersos.
Dicho esto, echo mucho de menos la inserción de una disciplina específica en la formación de nuestros menores que les capacite para llegar a la edad adulta en condiciones de debatir sobre materias diversas y exponer sus argumentos sin la necesidad de destruir al que expone, de forma razonada, el argumento contrario al suyo. Durante un período de mi vida, en el que viví inmerso en un marco de trabajo mayoritariamente británico, observé el respeto con el que en ese ámbito se escuchaba al que exponía lo que, a mi juicio, eran solemnes majaderías. Las majaderías, finalmente, como consecuencia del debate pausado y de la acumulación de argumentos en su contra, quedaban descartadas, pero el defensor de éstas nunca era tratado públicamente como un majadero, respetando de esa manera su reputación y su dignidad personal. Acertada o equivocadamente, no lo sé, yo atribuía y sigo atribuyendo, este respeto a la dignidad del adversario argumental, como algo que se transmite a los futuros ciudadanos desde la más tierna infancia en sus procesos de formación primaria. Creo, modestamente, que algo deberíamos hacer al respecto.
Alguien, con mucho conocimiento y experiencia en este campo, me dijo al incorporarme a la actividad parlamentaria, que me llamaría la atención el poco fundamento de algunos argumentos que tuviera que escuchar pero que tuviera en cuenta que el Parlamento, al fin y al cabo, no era más que una representación reducida, de la mejor manera que las leyes que nos hemos dado nos permiten, del conjunto de la sociedad española, en la que se barajan los argumentos, algunos de ellos, en mi opinión, disparatados, que se reproducen, de manera pública, con la fuerza que les imprime el altavoz que les proporciona el Parlamento.
Asumo que lo que para mí son argumentos disparatados, para otros serán irrebatibles y viceversa. Sólo el debate sereno de argumentos, expresados con la mayor solvencia de la que cada cual sea capaz, debería permitirnos llegar a la verdad colectiva más aproximada a lo que consideramos la voluntad popular, la de los españoles.
Para ello, es imprescindible cultivar un valor que, lamentablemente, no se prodiga mucho en nuestra mediática sociedad. Me refiero al valor del respeto al discrepante, al que piensa lo contrario que nosotros.
Como digo, deberíamos de ser los parlamentarios los primeros en predicar con el ejemplo, a fin de ejercer nuestro papel de espejo de la sociedad moderna y avanzada a la que representamos o pretendemos representar. Ello no excluye la obligación que tenemos todos, parlamentarios o no, de practicar el mismo modelo de conducta respetuosa y afeárselo a nuestros representantes cuando no lo hacen, degradando con ello nuestras instituciones, las que a nadie pertenecen y al mismo tiempo nos pertenecen a todos. Y aquí cabe introducir la reflexión sobre qué va primero, si el huevo o la gallina. Yo, por mi parte, siempre he pensado que no cabe esperar de los demás, lo que no ofreces tú en primera instancia.
También ayudaría mucho al logro del objetivo perseguido el que la actividad parlamentaria fuera algo más conocida por la ciudadanía en general, ya que dejarla reducida a lo aparatoso y espectacular de lo que se proyecta en los plenos, obviando la realidad de la mayoría del trabajo que realizan nuestros parlamentarios, que se produce en Comisiones y reuniones sectoriales, en las que el ambiente es mucho más calmado, en términos generales, arroja una imagen distorsionada de la actividad real de nuestros representantes.
Algo de la reputación de la propia sociedad queda en entredicho cuando por unos o por otros, se pone en tela de juicio, de manera generalizada y poco justificada, la reputación de nuestros parlamentarios y su capacidad para representar genuinamente la voluntad colectiva de los españoles.

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Fernando Gutíerrez Díaz de Otazu
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