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Por fin un intento de terminar con el “inaceptable intento de secesión”

Dejé Madrid el pasado lunes, con un impresionante espectáculo de banderas españolas en muchos, muchísimos de sus edificios. Un espectáculo nunca visto desde hace más de cuarenta años, en los que ha predominado la consigna izquierdista, recogida ahora por el zafio Pablo Iglesias (cuanto más se le va conociendo, a él y a sus antepasados, más votos va perdiendo, afortunadamente), de que la bandera española es un triste trapo fascista. Algo, por cierto y ya que hablan constantemente de fascistas, del estilo de lo que decía en su tiempo de socialista (muy prolongado) Benito Mussolini. Una bandera italiana, decía el por entonces socialista Mussolini, «no es más que un trapo que uno clava en un montón de estiércol», añadiendo que la Patria es sólo «un fantasma vengativo, cruel y tirano». Como ahora dice Pablo Iglesias, más o menos.
¿Por qué se produce este resurgir de las tribus, de la mentalidad tribal? Históricamente el Estado completó su obra de civilización sustituyendo la identidad tribal por la identidad nacional. ¿Cataluña ha sido alguna vez, a lo largo de su historia, más libre y más próspera de lo que lo ha sido hasta que los independentistas han sembrado el caos? Evidentemente, no. ¿Por qué esta voluntad súbita de autodestrucción? No existe ninguna razón racional, valga la redundancia, que justifique este movimiento independentista, solo existe un intento político destinado a aumentar el poder, real y simbólico, de los líderes independentistas, que se apoyan en el mito, no en la razón. «Pero al final ganará la razón, porque es real» (Guy Sorman, en ABC).

La política del presente es, desde luego, muy aburrida, más o menos como una junta de comunidad de propietarios, pero la del futuro, como hacen los populismos y nacionalismos excluyentes, «puede pintar Arcadias (un país imaginario ubicado en Grecia, en el que reinaba la felicidad, la simplicidad y la paz) e Ítacas (la patria imaginaria de Odiseo)» (Sergio del Molino, El País). Por suerte, la realidad del presente tiende a imponerse al mesianismo. La realidad del presente se puede aclarar si se piensa sobre una inteligente pregunta: ¿por qué se han ido ahora, no antes ni después, tantas empresas de Cataluña? Una pregunta que sólo se puede responder: porque ahora creen que ya no hay solución al gravísimo problema económico autogenerado. Un problema económico letal para Cataluña y muy, muy grave para el resto de España.

Un problema -«inaceptable intento de secesión», como bien lo define el Rey- al que se le podía, y debía, haber hecho frente hace mucho tiempo, pero no se ha hecho. Se ha perdido mucho tiempo en discursos y misivas cantinflescas, en evasiones lamentables, en miedos injustificables, para terminar -como con vergüenza- en la aplicación, descafeinada y todavía lenta, de lo que la inmensa mayoría de los españoles llevamos pidiendo hace meses y hasta años: el artículo 155 de la Constitución para «recuperar la legalidad», según la actual denominación oficial del Gobierno, para cesar -por fin- al president Puigdemont, a todos los actuales consejeros autonómicos catalanes y celebrar elecciones en Cataluña antes de los próximos seis meses, además de que la Fiscalía advierta a Puigdemont de que se querellará contra él por rebelión si declara, como ha amenazado hacer, la independencia. Ahora es tarde, gran parte del mal ya está hecho (el daño económico es ya monstruoso) y la eficacia de la solución va a ser mucho más difícil, pero, en fin, más vale muy tarde que nunca. Sonroja, sin embargo, ver lo que está pasando, y así se agudiza el desencanto de los ciudadanos españoles con sus partidos políticos, se acentúa la necesidad de cambio político y la percepción de cambio de ciclo, pero, con el afán de ser optimistas y con la convicción profunda de que España es un gran país, podemos creer que toda esta catástrofe tribal de los separatistas catalanes al menos ha conseguido -como yo señalaba al principio de esta Carta- redespertar el sentimiento de Patria española, sobre el que se puede apoyar el inevitable -por mucho que algunos quieran evitarlo- nuevo ciclo o nueva era.

Una nueva era que, por cierto, también es inevitable e imprescindible en Melilla, empezando por la economía melillense, hoy en estado catatónico. Y una curiosidad: el Gobierno, comunista, chino, ha ordenado quitar los altavoces de las mezquitas de su país. Mantiene, eso sí, la política de «sociedad armoniosa» que tanto éxito le está produciendo a ese país comunista con economía capitalista (igual que Melilla, pero al revés). La religión, en China, se percibe, en todo caso, como «una amenaza existencial al mandato del Partido Comunista». No queremos (excepto los Pablos Iglesias de turno) ser comunistas, pero sí nos gustaría que, cumpliendo las ordenanzas, los altavoces de las mezquitas de Melilla dejaran de sonar de una vez. Me parece muy bien que recen los que quieran rezar, a la hora que quieran o deban. Pero los molestos y ruidosos altavoces son innecesarios, en el siglo XXI, para llamar a la oración, y el cumplimiento de la ley es, como dice Rajoy y debería haber aplicado hace mucho tiempo, la base de cualquier verdadera democracia.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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