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El rincón de Aranda

Personajes ilustres españoles enterrados en humildes tumbas en dos sencillos pueblos franceses, …

…Y un héroe-mártir en un nicho del cementerio nacional de héroes de España en Melilla. Dicho en palabras de Gerardo Diego, Antonio Machado hablaba en verso y vivía en poesía. Este gran poeta murió de pena, en la agonía de la II República. El miedo, la pobreza, las interminables esperas en la frontera, junto a su anciana madre; el frío, el fracaso, la nostalgia y la soledad, precipitaron su prematura muerte, acaecida a las 15,30 de la tarde del miércoles de ceniza, del 22.02.1939. Fue enterrado en el cementerio de Colliure, Francia. Él sí que fue un exiliado político, del ignominioso golpe de estado, y de la dictadura fascista que se avecinaba, y no un huido de la justicia, como los cobardes independentistas catalanes del bochornoso lazo amarillo.

Más tarde la paz de Franco la construyeron en la venganza, sobre la liquidación del enemigo, un enemigo que era la República, votada por el pueblo español.

Pasadas las diez de la noche del 3.11.1940, Dolores Rivas Cherif, esposa de Manuel Azaña, último Presidente de la República, viendo morir a su marido, y angustiada por su soledad en aquel dolor, encargó a Antonio Lot que llamara al general Saravia, y la monja Sor Ignace, cumpliendo sus deseos volvió más tarde acompañando al Obispo. Y así, en el momento de su muerte, a las 11,45 de la noche, rodeaban a Manuel Azaña, su mujer, Dolores Rivas, el General Juan Hernández Saravia, el pintor Francisco Galicia, el mayordomo Antonio Lot, el Obispo Pierre-Marie Théas y la monja Ignace. El entierro tuvo lugar el día 5, y sus restos fueron depositados en el cementerio de Montauban. La elección de la lápida fue dispuesta por su esposa: una simple lápida de piedra con dos cipreses a la cabecera, y en la piedra una cruz de bronce sobre la inscripción: “Manuel Azaña, 1880-1940”. Azaña murió en la más absoluta pobreza.

El mariscal Pétain prohibió que se le enterrara con honores de Jefe de Estado, cuando realmente lo era en aquéllos momentos, y solo accedió a que fuera cubierto su féretro con la bandera española, a condición de que ésta fuera la bicolor rojigualda tradicional, y de ninguna manera la bandera republicana tricolor; pero el embajador de México, previa autorización de su esposa, decidió entonces que fuera enterrado cubierto con la bandera mexicana, diciéndole al prefecto francés: “…Lo cubrirá con orgullo la bandera de México. Para nosotros será un privilegio, para los republicanos una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección”.

Francisco Franco fue el representante repulsivo de los eternos vencedores que aún funcionan en las urnas. Luchó por España, por Dios y por la familia. Y para acabar con ellos, se sentaba cada mañana, ya fueran frías o calurosas, a firmar sentencias de muerte, entre sorbos de chocolate templado y “picatostes de monjas”. Otros pedían, casi sin saberlo, un mundo en el que no hubiera paredones, fosas comunes, barrotes ni cavernas, ni siquiera picatostes.

Ahora, los familiares del dictador quieren que sus restos, al ser trasladados, se hagan con honores de Jefe de Estado; y yo pienso como Quevedo, cuando preguntó al médico que le dijera cuánto tiempo le quedaba por vivir, y éste le dijo que tres días, a lo que replicó: “ni tres horas”. Y así fue. Dictó sus últimas disposiciones y no pudo dejar de ser quien era cuando a la propuesta de un amigo de que dejara dinero para pagar los músicos que habían de acompañar su entierro, soltó: “La música páguela quien la oyere”. Así le digo yo a esos familiares: que paguen ellos, del capital “heredado”, toda la parafernalia patriotera que deseen para su abuelo.

Manuel Romerales Quintero, Comandante General de Melilla, fue, junto a los compañeros que cayeron contra el enemigo en los campos de batallas del Rif, un Mártir y un Héroe. Pero claro que él fue fusilado por un grupo de oficiales traidores a la Patria, que tenía a su mando más directo.

Cuando “el 17 a las 17” de julio de 1936, se produjo la sublevación militar en nuestra ciudad, un grupo de oficiales y jefes traidores, al mando de un coronel, ocupó el edificio de la Comandancia, donde se encontraba el general, y bajo amenaza de ejecutarlo en ese momento, lo forzaron a rendirse y entregar el mando; y tanto él como quienes le acompañaban fueron detenidos. Este hombre no creía, le era impensable, que sus subordinados, hombres de honor (¿?), se alzaran contra la República, que juraron defender. ¡Qué equivocado estaba!.

En el juicio que le harían por su oposición al golpe de estado, por parte de las autoridades de FET-JONS, le inculparían por haber hablado bien de un discurso de dirigentes del PCE locales. Una prueba añadida que le llevaría a su fusilamiento. En síntesis, dice la sentencia: “Resultando que el Consejo de Guerra de Oficiales Generales reunido en Melilla el 26 del corriente (…). Ha dictado sentencia, por lo que se condena al referido procesado a la pena de muerte, previa degradación, por estimar que los hechos por él imputados, y que motivaron la instrucción del procedimiento, son constitutivo de traición y sedición …”.

Fíjense que cruel ironía decir que lo condenaron ante un pelotón de fusilamiento por “traición” y “sedición”, cuando los traidores y sediciosos, realmente fueron ellos. El Capitán médico Manuel Berenguer, fue el que certificó su muerte momentos después de su fusilamiento en Rostro Gordo.

Sus restos se hallan en el nicho nº 29, fila 3ª, de la Galería del Carmen, donde en su lápida se puede leer: “Por su fidelidad a la democracia”. Aunque yo hubiese escrito: “Fusilado por su fidelidad a la II República, por los traidores golpistas”. Tenía 60 años.

Y para finalizar, yo me pregunto, dónde debieran estar los restos de estos tres ilustres españoles: ¿En el Pabellón de Hombres Ilustres, en la calle Julián Gayarre de Madrid?. Porque si la momia de Franco, su familia, desea que sea enterrada en La Almudena, Azaña y Machado, creo que debieran estar en ese Pabellón; y al General Romerales, como Héroe y Mártir, en el Panteón de Héroes en la Purísima, junto a sus compañeros laureados.

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