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El espacio de Aranda

Melilla, y mi barrio de entonces

melillahoy.cibeles.net fotos 996 Juan Aranda web

De las alturas del Monte de Ataque Seco, colgaba a veces un fúnebre crespón de niebla, como luto, que la Naturaleza vestía de triste noche invernal; y en verano cuando el sol desayunaba en las azoteas y tejados de Ataque Seco, con el vientecillo, de esos que secan pronto la ropa, siempre traía el olor del buen café, (¡Café, Café, Café, Vda. de Gallego, Polavieja 34!), con la leche condensada “Esbensen”, … …y al pan tostado en la candela de carbón, combustión que las familias “tiesas”, era lo único que consumía tanto para hacer la “jamancia”, calentar la plancha de hierro, para que las rayas de los pantalones salieran perfectas, o para el brasero de invierno. ¿Quién no se acuerda de las carbonerias que existían en Melilla?; yo recuerdo la de Duque de la Torre, junto al Callejón del Curruquero, la de Castelar, que también vendían petróleo, para los quinqués, junto a la floristería, y la de Pepe, en el Polígono, frente al “Bar La Maja”; también de un señor mayor de Ataque Seco, que lo vendía en un carro de tres ruedas, en el Rastro, cerca del “Bar La Oficina”, del señor José. El gato gordo y cabezón, de la señora Antonia, andando remolón por el tejado, sin hacerle caso a un perro que le ladra solo una vez, como diciéndole que tuviera cuidado con los cercanos cables de la luz. En la casetilla de la llave del agua, dos niños meando, junto a la alambrada del Destacamento de Artillería, donde se disparaba el “Cañonazo de las 12”, compitiendo cual de sus meadas llegaba más lejos. Era cuando yo veía desde la Batería de Costa, Todos los patios de La Purísima, y los tejados de Ataque Seco, los de Castellón y Duque de la Torre. Como era muy atrevido solía escribir: “La luz apretada de blanca cal/ nace del cielo limpio y añil./ En los tejados de Melilla/ la ropa tendida, como estandartes/ gonfalones amigos del viento/ de alegría enrojecía./ Entonces era un niño/ cuando la poesía me buscaba./ Ni idea tenía de donde provenía./ A veces era un silencio reprimido/ como la siesta en una tarde estival/ de una calle, donde solo se oía/ el canto cansino del “Ropavieja”,/ los pregones del heladero, y de “Ersalada”,/ y una alegre chicharra gritándole al sol./ Pero siempre, en el primer verso/ me llamaba alborozada,/ ofreciéndome sus frutos, de vida y amor./ Sin entender yo, que era el camino/ sin espina lo que me entregaba”.

La ciudad de Melilla atesora en sus entrañas toda la gloria de generaciones durante 517 años. Su presidio, antiguo de siglos, con sus “Libertos”, le dieron forma y sonidos militares, transformándose con vestiduras disciplinarias y de gestas heroicas, en caudaloso torbellino de modernidad, donde en sus plazas y sus calles rectilíneas, al pasear por ellas se pueden admirar los neoclásicos edificios y sus bellos parques Hernández y Lobera. En Melilla se unen los serenos sonidos, y los melancólicos colores de sus gentes; aunque su melarquía no debe significar una derrota de españolidad o de inseguridad, porque es la alegría manifiesta y recóndita que germina constante en cada uno de sus hijos. Su mar es un tiempo tranquilo de cuarzo, pintado de azul como su bandera, que a veces, por las frases de “entrega”, hace bailar gotas efervescentes en sus olas de ira en San Lorenzo. Por eso creo, que siempre hay que tener el imperativo de escribir sobre Melilla, refiriéndonos a la verdadera idiosincrasia cultural occidental, europea y de españolidad, que su gente sana posee. Y no existen más historias.

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