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La Columna de Linares

“Libre nascí, y en libertad me fundo”

José Saramago dijo una vez que la única diferencia que había entre la vida y la muerte era la misma que entre el estar y el no estar. Estás aquí y de repente ya no. Así de simple, así de pragmático, así de terribles los adverbios. Quizá sea así la muerte para quien la sufre, un desaparecer inmediato, deshacerse sin más, callar y dejarse ir entre la niebla, sin la conciencia de pérdida ni de partida. No lo sabemos. Quienes quedamos albergamos la esperanza de una existencia distinta más allá de la que conocemos, desde donde todavía vemos, todavía sentimos, seguramente porque no somos capaces de asumir lo que significa desvanecerse en la nada. Y eso es lo que nos define como especie. La conciencia de finitud y el miedo.
El viento arrecia en esta tarde de enero. Parece que pudiera llover, por fin, en Tenerife, incluso nevar en el Teide, dice la Agencia Estatal de Meteorología. A pesar de tener todo cerrado, los ventanales de mi biblioteca no dejan de hacer ruido. Mi perro Sancho acurrucado a mis pies, una taza de café y una edición de La Galatea, de Cervantes, que no soy capaz de releer, a pesar de llevar un buen rato esforzándome en hacerlo. La edición corre a cargo de José Luis Fernández de la Torre, mi maestro y amigo que se ha ido hace unos días y que me ha dejado este despacho lleno de recuerdos, de conversaciones, de literatura. Y tiene guasa que, con Cervantes en la mano, me acuerde de un verso de Lope (“Ir y quedarse y con quedar partirse”), con el poco aprecio que el Fénix le tuvo en vida al padre de don Quijote.

Es un verso que se ajusta más que el pensamiento de Saramago, desde mi humilde punto de vista, al estado en el que quedamos quienes perdemos a un ser querido. Se difuminan los límites entre la presencia y la ausencia, entre el silencio y la voz, entre el olor y el recuerdo. Se rompe también el tiempo, salta en pedazos y se nos confunde el ayer con el ahora, y sólo el propio tiempo sabrá recomponerse, valga la redundancia, conforme pase el tiempo. Somos capaces de intuir, de balbucear, de aproximarnos, tal vez, pero no sabemos expresarlo de una forma más certera. No nos sirven las palabras porque no pueden encarnar la tristeza verdaderamente. Es, desde luego, “lo que llaman en el mundo ausencia” (de nuevo Lope).

Aunque nunca estuvo aquí, en mi casa tinerfeña, siempre he sentido a José Luis muy cerca. En mis cuadernos, en mis lecturas, en mis borradores, en mis clases, en mis libros, en mis proyectos futuros. Lo conocí en un aula de COU hace ya toda una vida y desmontó mi pensamiento para poder enseñarme a leer y a vivir, a hacer de la literatura una forma de vida, la vida que hoy vivo. A partir de ahí fuimos combinando la poesía con la risa, las novelas con trufas de chocolate y nuestra desazón compartida por la educación en España con bambas de nata. En los últimos tiempos, por la distancia, hicimos del correo electrónico un hábitat digital en el que también fue posible afianzar nuestro cariño. Una manera de vivir que, a partir de ahora, será también una forma de recordar. Quien ha tenido un verdadero maestro sabe de la importancia de los anclajes en las tormentas, de las luces de los faros en las tempestades, de las referencias inequívocas en mitad de la descomposición y el desvarío. Cualquier libro que mire en esta biblioteca me lo recuerda, está tan vivo en ellos que me resulta insoportable admitir su marcha. Seguro que habría preferido llamarla ‘reposo’, el mismo que cualquiera buscaría en las selvas, como escribió Cervantes en el conocido soneto de La Galatea, para escapar de “los incendios, los temores, los celos, iras, rabias, muertes, penas / del falso amor que tanto aflige al mundo”, es decir, de todo lo que comprime, lo que golpea y nos condena al sufrimiento.
“Libre nascí, y en libertad me fundo”, termina Cervantes su soneto, y en esa libertad permanecerá el recuerdo de José Luis Fernández de la Torre, mi amigo, mi maestro. Me lo imagino diciéndome en silencio qué coma está mal puesta, qué sustantivo no es lo suficientemente preciso y no puedo sino esbozar una sonrisa triste. Tantas cosas que nos quedaron por decir y compartiry que tendrán que florecer en el silencio y la memoria, que es la eternidad verdadera. Yo seguiré hablándote a través de las lecturas, seguiré buscando esa misma libertad con mi escritura, seguiré reviviendo la pasión por la literatura que supiste encender en mis años más jóvenes. “A las aladas almas de las rosas / de almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero” (Miguel Hernández).

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