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Carta del Editor

La revolución triunfa cuando la moderación apesta

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La moderación en sí misma es una virtud, tanto en la vida en general como en la política en particular. Pero si se impregna de corrupción, por la izquierda, por la derecha y por el centro, el resultado de tal mezcla es muy malo, como los españoles estamos comprobando y padeciendo con pertinaz frecuencia Escribo esta Carta en Rabat, la capital de Marruecos. Constato que es cierto el dicho de que en Marruecos coexisten muchos Marruecos muy diferentes. Rabat es, probablemente, la ciudad marroquí más europeizada. Aquí no se ve un burka. Aquí se ven mujeres (hoy he estado tomando el te en un pequeño establecimiento regentado por una cooperativa sólo de mujeres), no demasiadas, en los cafés y, aunque el tono, generalizado en Marruecos, del mal mantenimiento de los edificios también se da en la capital, el nivel de dejadez, en ese sentido, es menor que el de otras ciudades, Nador, por ejemplo. Aquí, en Rabat, no hay esos signos de integrismo que cada vez son más frecuentes en muchos países o ciudades con muchos musulmanes, Melilla entre ellas. Y, por los contactos que voy manteniendo, es evidente que la posición oficial marroquí con respecto a España ha cambiado, ha mejorado mucho. España, sin prisa ni pausa, está tomando buena parte de la privilegiada relación que, durante muchos años, ha tenido Francia con el reino aluita y, si nosotros tuviéramos una política más activa respecto al desarrollo del español en Marruecos, sin duda esa buena relación entre los dos países. que beneficia a ambos, mejoraría aún más.
El peligro máximo que la monarquía marroquí visualiza es el del integrismo islámico. El que visualizan la monarquía y el gobierno español es la mezcla de separatismo y comunismo/populismo. Ambas estructuras de poder establecido deberían tener muy en cuenta que, como he leído no sé dónde, la revolución triunfa cuando la moderación apesta. La moderación apesta cuando se abusa de los ciudadanos, generalmente a base de excesivos impuestos directos e indirectos (los segundos aún son más peligrosos que los primeros) y cuando los ciudadanos se dan cuenta de que son tratados como súbditos con escasos, cuando no casi nulos, derechos reales, derechos que se aplican y se protegen eficaz y jurídicamente. Basta leer la historia de las revoluciones mundiales, antiguas y modernas, para constatar la verdad de esa frase, lo de que la revolución triunfa cuando la moderación apesta.
La moderación en sí misma es una virtud, tanto en la vida en general como en la política en particular. Pero si se impregna de corrupción, por la izquierda, por la derecha y por el centro, el resultado de tal mezcla es muy malo, como los españoles estamos comprobando y padeciendo con pertinaz frecuencia.
Dicen que la distancia hace el olvido, pero no me olvido de Melilla, sus luchas intestinas, sus problemas. A muchos de mis lectores les gusta mucho que critique la situación general de nuestra ciudad y se tiende a pensar que lo inteligente y lo progre es practicar el pesimismo. Por supuesto que hay otros a los que les gustaría que yo cantase eternamente sus alabanzas y la bondad de esa nuestra situación, o al menos la de los progresos que se han hecho para mejorarla en comparación con la situación anterior. Las dos posturas son defendibles, pero aplicar sólo una de ellas sería falsear la realidad.
Es inocultable, por ejemplo, que el tema de la inmigración y de nuestras fronteras no está, ni mucho menos, claro. Los miembros de la Guardia Civil se sienten, con razón, poco protegidos con una legislación que, en lo que afecta a nuestras fronteras, y a las de Ceuta, no se hizo teniendo en cuenta la peculiar situación de ambas ciudades norteafricanas. Las ideas de muchas ONGs y las de ese peligro público que es Pablo Iglesias y su (no sé por cuanto tiempo, porque las peleas internas ya se están aireando) Podemos de que se eliminen nuestros obstáculos fronterizos, vallas y alambradas, suenan, como las del sueldo eterno o la vivienda gratis para todo español por el simple hecho de serlo, suenan muy bien, son muy graciosas, pero impracticables, en el caso de sueldos sin trabajar y viviendas sin pagar, o calamitosas, en el caso de que los inmigrantes tuvieran vía libre para, accediendo sin dificultad alguna a Melilla o Ceuta, diseminarse, a millones, por Europa, que no está pasando precisamente por su mejor momento económico, dicho sea de paso.
¿Y qué me dice usted de la deuda pública y de la presión tributaria que padecemos? Pues digo que es verdad que la deuda pública española ha crecido durante los tres años que lleva Mariano Rajoy en la Moncloa la friolera de 32 puntos porcentuales (del 67% al 99% del Producto Interior Bruto español), una cifra que da verdadero pánico. En la administración pública, o en la macroeconomía, si se quiere llamarlo así, ocurre como en la administración de una familia o en la microeconomía: no se puede estar gastando eternamente más de lo que se ingresa. Y no eliminar ese desfase es entrar en un círculo vicioso en el que los intereses de lo que hay que pagar por lo que se debe, cada vez más, impiden lograr el objetivo de disminuir el déficit. Y digo también que, aunque la economía pública melillense está en mejor situación que la de la inmensa mayoría de las Comunidades Autónomas del resto de España, aquí sobran gastos corrientes y falta inversión (además de imaginación, atenazada por el miedo, por las denuncias falsas y por la habitual pereza inmovilista de la administración pública).
La presión tributaria que padecemos, además de ir en contra del programa electoral con el que el PP ganó las elecciones generales últimas, es, en gran parte, culpa de lo anterior, de no haberse tomado las necesarias medidas (asustados por los sindicatos, asustados por todo) no sólo para disminuir el ritmo del crecimiento de la deuda pública, sino para eliminar cualquier crecimiento. A este tipo de cosas es a las que me refería cuando decía que si la moderación apesta, la revolución, aunque sea un dislate de revolución y casi un suicidio colectivo, puede llegar a triunfar.

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