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Carta del Editor

La incapacidad de reaccionar a tiempo

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La solución que muchos jóvenes españoles se han visto forzados a tomar ha sido la de emigrar al extranjero. ¿Por qué? Por tres razones fundamentales: salarios, oportunidades profesionales y fiscalidad. En España, con tanto paro y tan poca generación de empleo, las oportunidades profesionales van a ser bastante reducidas no sólo a corto plazo, sino, más que presuntamente, durante la próxima década. No existe ni un sólo día hábil -ya se sabe que en España fines de semana, fiestas y puentes varios son sagrados, en el sentido de que trabajar y hasta protestar son cosas prohibidas u olvidadas- en el que no haya alguna persona que se dirige a mí pidiéndome que interceda para que alguien de su entorno o de su familia, parado desde hace largo tiempo, pueda encontrar un trabajo.
Los que menos me gustan son los que, en ocasiones con la mejor intención, me piden que les ayude a encontrar un puesto en la administración pública, esa lacra de inmensa magnitud que martiriza a España entera, y a Melilla muy especialmente. Y no culpo a los peticionarios, en general justamente desesperados, por ese tipo de petición, sino que culpo al entorno, al sistema que ha hecho que se extienda esa idea tan generalizada como falsa de que toda solución al paro, como a tantas otras cosas, ha de pasar necesariamente por las inmensas fauces de una administración pública que, especialmente en Melilla, es omnipresente, una idea que la derecha ha sido incapaz de evitar y que es alentada y amplificada por esta lamentable izquierda española, en general carpetovetónica, que padecemos y que es una de las causas fundamentales de nuestros actuales y profundos males.
Desgraciada o afortunadamente, esta administración pública nuestra -en la que, con demasiada frecuencia, mandan más los funcionarios y colocados que los políticos democráticamente elegidos, y Melilla es un caso muy claro de esta incapacidad del poder político de imponerse al poder funcionarial- ya no tiene recursos monetarios, ya no tiene dinero suficiente para poder seguir pagando a tantos empleados públicos tan mal distribuidos. La absurda falacia de que empleando dinero público, que se les quita a los ciudadanos, y a base de aumentar aún más el número de empleados públicos se puede solucionar el grave problema del paro se ha demostrado finalmente no solo una falacia, sino también un imposible económico, una confirmación más de que lo que no puede ser, no pude ser y, además, es imposible, como decía el torero El Guerra.
La solución que muchos jóvenes españoles se han visto forzados a tomar ha sido la de emigrar al extranjero. ¿Por qué? Pues, como demuestran numerosos estudios sobre el tema, por tres razones fundamentales: salarios, oportunidades profesionales y fiscalidad. En España, con tanto paro y tan poca generación de empleo, las oportunidades profesionales van a ser bastante reducidas no sólo a corto plazo, sino, más que presuntamente, durante la próxima década. Con la proporción de jubilados subiendo a niveles cada vez más exagerados en relación con el conjunto de la fuerza laboral, la situación fiscal de los jóvenes sólo puede empeorar. Y en lo que se refiere a los salarios, como dice Edward Hugh en su libro "¿Adiós a la crisis?", "España está metida dentro de un proceso de devaluación interna de larga duración, proceso que se materializará en forma de tendencia a la baja de los salarios, sobre todo para las nuevas entradas en el mercado laboral".
El resultado es que, según los mismos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), cada año hay más españoles que están trabajando y viviendo en el exterior y se estima que entre el pasado 2013 y el año 2022 habrá un saldo negativo promedio anual de unas 250.000 personas debido a las migraciones, lo que, unido a los bajos índices de natalidad y el aumento de la esperanza de vida, llevará a que la población española en 2023 sea de 44 millones de personas, nada menos que 2,6 millones menor que la de hoy. Evidentemente estos son datos tendenciales, pero difícilmente la tendencia va a ser muy diferente, debido, según todas las previsiones, al bajo crecimiento económico que tendrá el país y a la, más que difícil, desastrosa situación, arreglada algo pero todavía muy por debajo de lo que sería necesario, de su mercado laboral.
Edward Hugh, en su libro antes citado, hablaba, como tantos y tantos otros comentaristas de la situación político-económica de España, de la "incompetencia derivada de un pensamiento burocráticamente rígido". Y señalaba como causa principal de nuestros males "la ausencia en el discurso oficial de un estilo de pensamiento capaz de captar la complejidad de los problemas a los que las sociedades modernas deben hacer frente, lo que se traduce en una incapacidad permanente y estructural de reaccionar a tiempo, ausencia que, desgraciadamente, ya se ha convertido en una característica determinante del discurso oficial y casi en un estilo de vida para sus practicantes".
Contra el inmovilismo, titulaba yo mi Carta del Editor del pasado 23 de marzo. El inmovilismo, esa incapacidad permanente y estructural de reaccionar a tiempo, nos está destruyendo. Y Melilla no es que sea diferente, como es costumbre oír a los propios melillenses, lo que es, más bien, es un microcosmos muy interesante, una especie de laboratorio experimental de lo que ocurre en el resto del país. A modo de ejemplo podría decir, y digo, que hablando hace un par de días con uno de los altos cargos políticos de la administración local, me mostraba su más profunda indignación por el hecho de que desde la Ciudad Autónoma no se pague a tiempo a los proveedores, cuando se presume, con razón, de lo saneado de las finanzas públicas locales. Si no hubiera dinero, añadía, qué se le va a hacer, pero habiéndolo es indignante que siga ocurriendo lo que ocurre, que se sigan retrasando pagos a empresas proveedoras, que se adopten posturas tan increíblemente caprichosas como la de "no me gusta pagar dos meses (cuando se deben cinco, por ejemplo) y por lo tanto no pago".
La inmensa mayoría de los melillenses, yo incluido, estamos de acuerdo en el empleo del dinero público debe ser fiscalizado y regulado, pero también estamos de acuerdo en que el funcionamiento global de la administración ha de tener como objetivo servir a los ciudadanos, no servirse de ellos, no utilizar el dinero público y su empleo como una fuente de poder caprichoso. Y si hay funcionarios que, asustados por la judicialización de la política que se alienta desde algunas redes sociales dirigidas en ciertos casos por paranoicos/as – a algunos/as los veré pronto en los juzgados, por fin-, no se atreven a cumplir con sus obligaciones, para cuyo cumplimiento cobran del erario público, lo mejor que podían hacer es dimitir o, si no es así, ser cesados por el poder político, que no debe (porque poder si puede, como los hechos demuestran) escudarse en lo difícil de la tarea para incurrir en ese inmovilismo injustificable que, como antes decía, nos está matando.

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