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Carta del Editor

Impuestos excesivos, justicia injusta

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“¿Qué les parecería a los señores jueces y juezas que nosotros creáramos, sin que ellos nos vean escribiendo, una página en facebook o donde sea, desde las que les insultáramos soezmente a ellos/as y a su familias, como algunos hacen con nosotros y con algunos otros políticos y ciudadanos destacados de nuestra ciudad? ¿Nos absolverían por falta de pruebas o no? Se admiten, y agradecen, respuestas de nuestros lectores sobre tan elemental, e importante, pregunta.” Tenía perdido en mi biblioteca un libro que compré hace años en El Corte Inglés de Madrid. Me costó, rebajado, 295 de esa moneda que hoy los jóvenes ya no saben que existió y que se llamaba peseta, lo que da idea de la cantidad de años que el libro ha permanecido, reposando e inactivo, en mis anaqueles. Lo cogí de pronto, como parte del proceso -para mí nada fácil- de elegir el siguiente libro que iba a leer, por su curioso título ("Para que conste", For de record, en inglés) y porque lo publicó en 1988 quien fuera secretario del Tesoro Norteamericano y jefe del Gabinete del presidente Ronald Reagan, el millonario Donald T. Regan, cuya similitud de nombre y apellido con el presidente causó no poca curiosidad -entre otros a mí- en sus años de intensa vida pública.
A Regan se le consideró durante mucho tiempo "el hombre más poderoso de Norteamérica", después del presidente Reagan, y su libro de memorias de aquellos años, escrito con la exactitud y la sinceridad características de la mayoría de los escritores de aquel país, es un extraordinario relato sobre las motivaciones y las personalidades de los que inspiran y mueven la política en Washington, la capital del país más poderoso del mundo, y un testimonio de primera mano sobre la gestión presidencial -tan peculiar y, a la postre, tan exitosa- de Reagan.
Aún hoy día asombra ver el enorme peso que, en la Administración en general, tenía la primera dama, Nancy, la esposa del presidente -no es un caso único en la historia de los presidentes de naciones, estados, ciudades, etc-, una persona muy adicta a las consultas astrológicas, además, consultas que, en determinadas ocasiones y aunque parezca increíble, determinaban la agenda presidencial. Y se lee, como si fuera una novela policíaca, cómo Regan consiguió que el presidente cambiara radicalmente la política económica -que se adecuara a lo que había prometido a los norteamericanos en su programa electoral, algo que para cualquier demócrata debería ser, aunque generalmente no lo sea, un contrato inviolable- poniendo fin a la inflación, impidiendo la subida de impuestos y logrando para los EEUU una época de prosperidad sin precedentes.
A propósito del sistema fiscal, cuya voracidad y abuso administrativo está llegando en España a extremos delirantes, es curiosa una anécdota que cuenta Regan en sus memorias. Dice que a partir de 1954, cuando él trabajaba en Wall Street, comenzó a ganar mucho dinero y entró en la categoría de los que tenían que pagar al fisco el 91% de sus ingresos. La misma categoría en la que se encontró el más tarde presidente Ronald Reagan cuando era actor cinematográfico, así que, "decidido a no trabajar por nueve centavos por dólar, resolvió el dilema limitándose a hacer sólo dos películas al año, de manera que le quedaban seis meses libres todos los años para jugar al golf -¡venga, los amigos locales de la crítica al golf y algún que otro inútil de la administración local, a criticar, que es más cómodo y fácil que actuar!- y para estar con los amigos y productores que podían ofrecerle trabajo". Los dos, añade Regan, estábamos frustrados -como tantos norteamericanos, como tantos españoles en estos días- por el hecho de que "se nos penalizara tanto por nuestro éxito" con esos impuestos punitivos, enemigos del crecimiento económico y generadores de paro.
Todos estamos de acuerdo en que hay que pagar impuestos, pero también lo estamos en que hay que emplear bien el dinero recaudado y que los ciudadanos han de tener la sensación de que así se está haciendo, algo que ocurre en algunos países desarrollados, pero que no ocurre en España, por ejemplo. Lo que pasa con la Justicia es una muestra palpable de ese descontento ciudadano español, como lo certifican todas las encuestas. La Justicia española, como decía nuestro editorial del jueves pasado, es lenta, desesperantemente lenta, y una justicia que dilata durante años cualquier sentencia, no es justicia, sino injusticia. Pero, además, la sensación predominante es que en muchos casos, demasiados, no se persigue amparar al agraviado, sino eludir un pronunciamiento, amparándose en presuntos retrasos administrativos -caso de nuestra querella contra María Nieves Vida- o en razonamientos tan peregrinos e increíbles como que la página de facebook con su nombre y su fotografía en la que durante años ha estado insultando y calumniando no ha quedado demostrado que fuera suya porque no la hemos visto escribirla -caso de nuestra querella contra Aurora Díaz Otero-.
Desde luego lo más importante no es que, tal y como está la Justicia española, en la que el sentir general es que puede pasar cualquier cosa sobre cualquier asunto y que hasta es probable que dos jueces, sobre el mismo tema y en el transcurso de unos pocos días, puedan condenar o absolver a un denunciado -nuestra querella contra el policía municipal Miralles- no es lo más importante, decía, que condenen o no al denunciado, porque bastante condena moral es que, los que insultan o abusan de su poder, tengan que mentir y renegar de lo que evidentemente han hecho, como ellos bien saben. Pero sí es importante tomar nota, también, de que las calumnias en las redes sociales quedan impunes, que el tono de algunos en las redes es repugnante y que la legislación sobre ese tema tiene que cambiar para que ocurra lo mismo que con la prensa tradicional, en la que siempre hay una representación jurídica definida -el propio periódico, por ejemplo-.
Y, de fondo, una pregunta muy humana: ¿que les parecería a los señores jueces y juezas que nosotros creáramos, sin que ellos nos vean escribiendo, una página en facebook o donde sea, desde las que les insultáramos soezmente a ellos/as y a su familias, como algunos hacen con nosotros y con algunos otros políticos y ciudadanos destacados de nuestra ciudad? ¿Nos absolverían por falta de pruebas o no? Se admiten, y agradecen, respuestas de nuestros lectores sobre tan elemental, e importante, pregunta.

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