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Feliz Navidad 2023

Para Encarna león
(Autor: Imagen de Amalia Jiménez)

Por Encarna León

UNA CASA ENCENDIDA

Llovía dulcemente por senderos y valles

con un candor soñado en hogares sencillos.

El frío se arropaba en corazones cálidos,

los pasos se bordaban en senderos de muérdago

donde la escarcha era timbal y pandereta.

Belén brillaba entonces como ascua encendida,

Jesús nacido estaba en un lecho de pajas

y promesas de acebo, repletas de alegría,

inundaban las almas y todos los caminos.

El portal era antaño estancia iluminada

donde un ángel cantaba al Niño que,

entre sueños, jugaba distraído.

 

Encarna León

 

 

A todas las abuelas que se esfuerzan por mantener las tradiciones cristianas

tanto dentro como fuera de los hogares, en un mundo donde la religión

y las creencias se van debilitando lentamente.

 

 

EVOCACIÓN INFANTIL

Creo que las abuelas al llegar a determinada edad nos hacemos niñas. Sí, como aquellas de trenzas o tirabuzones -yo los llevaba-, que íbamos al colegio para aprender las primeras letras en “El Parvulito”.

Tengo una visión muy clara de la céntrica plaza de La Trinidad, en Granada; era el lugar de reunión donde acudíamos las alumnas del colegio femenino Santa Teresa, ubicado en el comienzo de la calle del mismo nombre.

Yo vivía en la C/ Santa Paula nº 11, paralela a la Gran Vía granadina. El itinerario que realizábamos mi hermana y yo, de lunes a sábado, hasta llegar al colegio era el siguiente: Lo iniciábamos en Santa Paula un grupo de amigas, después se añadían más conforme íbamos avanzando en el recorrido, seguíamos por C/ Candiota, atravesábamos C/ San Jerónimo en toda su anchura para meternos por una callecita -no recuerdo el nombre-, que en su esquina había una freiduría donde hacían unas patatas fritas riquísimas, se vendían en cartuchos de papel, al final desembocábamos en nuestra añorada y deseada plaza de La Trinidad. Era nuestro lugar de encuentro antes de que dieran las nueve y el timbre reclamara nuestra presencia a la puerta del colegio; igual ocurría a las tres de la tarde. Entonces se acababan los juegos, las charlas, las compras en los quioscos, y los proyectos para la tarde y el domingo.

Cuántos recuerdos me vienen al reconstruir este itinerario y repito que sí, que soy la niña de los tirabuzones que va de la mano de Maru, mi hermana mayor. Siempre que llegábamos a la plaza nos encontrábamos con un gran bullicio de uniformes blancos que, a modo marinero, llevaban una especie de cuello que se anudaba al pecho con un gran lazo rojo. El lugar se llenaba, mañana y tarde, de vida y alegría con ese ir y venir de niñas de todas las edades.

Recuerdo a mis primeras maestras, Doña Paca (Párvulos) y Doña Nati y Doña Trini (Primaria) y el de algunas compañeras como María Gracia, Pepi o Amparito.

Mi colegio tenía un gran portalón que daba al patio principal en cuyo centro había una fuente rodeada de macetas, casi todas eran aspidistras con sus largas y frondosas hojas verdes; frente al portalón y pasando la fuente estaba la hermosa escalera de mármol blanco, tan fría en los inviernos, ella daba paso a los pasillos que distribuían las distintas aulas según las edades y conocimientos de las alumnas. Pero volvamos al patio principal.  En el lateral izquierdo se encontraba la vivienda del portero y en el de la derecha, el salón de actos donde con frecuencia celebrábamos acontecimientos y fiestas importantes; entonces nos reunían a todas, mayores y pequeñas. Era especial la celebración de la Navidad. Montaban un belén precioso y algunas profesoras se encargaban de preparar un ‘teatrico navideño’. Yo era muy pequeña y no me daban papel alguno en aquellas funciones, a mi hermana Maru sí, era muy decidida y como yo iba con ella a todos lados, una vez, me vistieron de ángel para que custodiara el portal. No tenía que hablar nada, solo estar de pie con las manos juntas como si estuviese rezando, era muy sencillo y me atreví a hacerlo. Estaba guapísima entonces con mi túnica de raso blanco, y me sentía importante con mis alas, también blancas -soñaba que podía volar-, me gustaba mucho aquella diadema de brillo que me colocaron sobre la frente, pero ¿sabéis? tuve un problemilla que nunca olvidé. Tenía que estar todo el tiempo con las manos juntas y ¡no había manera! ¡hacía tanto frío!, mis manos se curvaban y no podía obedecer a la profe que continuamente me decía: ¡Esas manos más juntas, derechas, vamos, vamos!

No hace mucho viaje a Granada, visité mi calle Santa Paula, me coloqué en la puerta de mi casa -ha cambiado la fachada-, inicié el itinerario escolar -la freiduría de las patatas fritas ha desaparecido-, seguí hasta la plaza de La Trinidad tan hermosa como siempre, busqué el colegio, -no estaba-, pregunté en uno de los quioscos y me dijeron que lo derribaron para hacer pisos, y allí estaban los pisos. Sentí mucha pena, mucha congoja pero ahora, gracias a estas líneas, quedará aquí recordado para siempre.

De aquellos años y otros, cuando me hice algo mayor conservo un poema navideño con el que trabajamos una Navidad, lo conservé durante mucho tiempo y de tanto leerlo me lo aprendí de memoria, tanto es así que en tiempo actual lo recito a mis nietos todas las navidades, incluso he hecho varias copias que las reparto entre ellos y sus padres con la ilusión y el deseo de que, cuando ya no esté esta abuela entre ellos tocando la zambomba y cantando villancicos, me recuerden con alegría y cariño. Nunca supe de su autor, tal vez no me lo dijeron entonces o tal vez yo, por descuido, perdí ese dato. El poema está lleno de ternura, tampoco recuerdo el título ¿qué os parce si le ponemos “Cuento de Navidad”?

 

Del prólogo de “Campanitas del valle” de Encarna León

(GEEPP Ediciones, 2020)

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