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Los Pasos Perdidos de Sefarad

Por Marcos Rober

¡Bien venidos! ¡Viva la reina de España! ¡Vivan los señores!, gritaban en castellano aquellas gentes; pero con un acento especial, enteramente distinto del de todas nuestras provincias. La cita es de Pedro Antonio de Alarcón en su conocido libro ‘Diario de un testigo de la Guerra de África’, donde narra la entrada de las tropas españolas en la ciudad de Tetuán, en la campaña de 1859-60. El propio Alarcón presenció la acogida que dispensaron a los españoles los judíos que habitaban esta hermosa ciudad, descendientes de aquellos que, un día, tuvieron que dejar atrás las costas españolas tras la expulsión decretada por los reyes católicos en 1492.

Tetuán se convirtió desde finales de siglo XV en uno de los bastiones de la cultura judeo-española o judeo-castellana en el norte de África, así como otras ciudades cercanas como Tánger, Larache, Arcila o Alcazarquivir. El paso del tiempo acrecentó la comunidad judía de Tetuán convirtiéndola en una de las más prósperas e importantes de Marruecos, lamentablemente hoy desaparecida. Lo cierto es que en la actualidad la comunidad la conforman unas ocho personas de este credo religioso, según me comentó Sara Every y su marido, León, quienes hicieron de anfitriones para mostrarme la última de las joyas hebreas de la ciudad, la Sinagoga Ben Gualid, un tesoro escondido entre las callejuelas del antiguo Mellah, el tradicional barrio judío de Tetuán, junto a la Medina.

Hoy en día ya no resuenan los ecos del castellano antiguo por las estrechas calles del barrio pues no vive ahí ningún judío, ya que todos fueron vendiendo las casas durante el siglo pasado, en concreto en los años que pervivió la presencia española en Marruecos, durante el protectorado, hasta 1956. La construcción del ensanche español, la otra joya arquitectónica de la ciudad, atrajo a la comunidad que decidió residir en Tetuán aquellos años, pues el resto, acabó partiendo hacia Israel en la década de los años cincuenta, como la gran mayoría de judíos marroquíes.

Hace muchos años que llegué por primera vez a Tetuán, casi por casualidad y sin embargo, me cautivó desde un principio. Esa particular mezcla entre lo europeo y lo magrebí, lo español y lo marroquí, lo judío y lo musulmán, conforman un paisaje social, cultural y arquitectónico digno de la más cosmopolita de las ciudades. Desde entonces intento ir al menos una vez al año y no hay viaje que no me sorprenda, pues siempre descubro un nuevo tesoro oculto entre las calles de la ciudad, ya sea en el ensanche español, la medina marroquí o como en esta ocasión, el antiguo Mellah o barrio hebreo, construido a finales del siglo XVIII por ordenes del sultán Muley Sliman. Desde entonces la población judía quedó casi recluida en aquel recinto hoy envejecido y en cuya entrada pudo Pedro Antonio de Alarcón escuchar aquellas palabras en castellano antiguo que dejó a más de un militar español desconcertado en 1859, al entrar en el antiguo Tetuán.

En la actualidad el Mellah ya no es lo que era pues se ha convertido en una prolongación de la medina. Las tiendas y pequeños comercios se arraciman a ambos lados de las principales calles que estructuran el barrio aunque en el interior desparecen y el silencio, de nuevo, rodea al visitante al pasear por estrechos callejones sin salida, cubiertos algunos de ellos por viejas techumbres de madera. El eco de mis pasos resonaba con suavidad aquella fresca mañana del mes de noviembre. El empedrado del suelo estaba aún humedecido por el relente de la noche. Había quedado con Sara y León, un matrimonio judío que aún reside en Tetuán y que, amablemente, enseñan la única Sinagoga histórica que aún existe en la ciudad, en el viejo Mellah, la Sinagoga Ben Gualid.

El edificio lleva el nombre del rabino Issac Ben Gualid, antiguo juez del tribunal rabínico de Tetuán, fallecido en 1870. Según me comentaron mis anfitriones, llegó a escribir un libro de jurisprudencia muy afamado en todo el Magreb. Sus hijos también fueron rabinos y él está enterrado en el cementerio de Castilla, pues así se llama el camposanto judío de Tetuán. Según parece, todos los años hay una peregrinación a su tumba pues es una figura muy considerada entre el judaísmo sefardí norteafricano. Una puerta de madera sin ningún signo externo ampuloso da la bienvenida al visitante a esta antigua Sinagoga, respetada por todos los habitantes de la zona. Aquí no hay problemas de convivencia, me confirman Sara y León al entrar al recinto religioso. Un patio interior con una balconada de madera en el primer piso acoge al visitante nada más entrar. La luz vespertina se filtra suavemente entre la cristalera que sirve, en parte, de techumbre al recinto. La Sinagoga está rehabilitada gracias a la cooperación española, el propio concejo municipal de Tetuán y la Fundación del patrimonio judeo-marroquí. El esfuerzo ha sido titánico pero el resultado es increíble y alentador en lo que respecta a la conservación del patrimonio histórico de la ciudad.

La Sinagoga Ben Gualid es acogedora desde un principio. Uno tiene la sensación de estar en una de aquellas recias casas solariegas castellanas, aderezada, eso sí, con la riqueza arquitectónica del estilo sefardí y el marroquí. Una de las peculiaridades de la Sinagoga es el hecho de que fue a su vez la vivienda del rabino, con lo cual en la primera planta encontramos las habitaciones propias de una vivienda, eso sí, de tamaño reducido. Hay un horno para cocinar pan ácimo, aljibe de recogida de aguas pluviales y como es obvio, la zona de rezo, que no es otra que el patio central.

Y ahí, en aquel viejo patio, estuvimos conversando un rato. Quien más hablaba era Sara. Su origen era melillense, pues su madre nació en nuestra querida ciudad y de hecho, según me comentó, ella pasaba algunos veranos con su familia materna. Los recuerdos se amontonaban uno tras otro, al compás del tiempo que, casi sin darnos cuenta, iba escondiendo las palabras una tras otra. Tal vez por ello he escrito este pequeño relato, para evitar que esas palabras queden convertidas en silencio y sobre todo, para mantener vivo el recuerdo de la cultura sefardí, también enraizada en Melilla desde hace casi un siglo y medio. Antes de partir me acerco a la vieja ‘Tevá’, una especie de atril reservado al rabino para la lectura de los textos sagrados. Es un precioso mueble también rehabilitado. Miro hacia arriba por última vez. Unas bonitas lámparas cuelgan de la techumbre de madera. León me comenta que tiene tres tiendas aún en el Mellah, aunque cerradas. Quiere venderlas. Es el último propietario judío que queda en la zona. Cuando venda los tres inmuebles ya no quedará nada que recuerde que hubo un tiempo en que por estas calles solo se hablaba en castellano antiguo, más tarde español y también en hebreo. Tan solo quedará esta Sinagoga, testigo de una época, de un tiempo que parece consumirse lentamente, de forma irreversible. Imagen de un pueblo que, como el sefardí, se niega a perder sus raíces, su historia y su cultura. Sara recuerda los buenos tiempos que vivió la comunidad durante la etapa del protectorado. Me hablan de una ciudad que ya no encuentro cuando paseo por el ensanche aunque intuyo al contemplar esos bellos edificios. Solíamos acudir en navidad a visitar a nuestros amigos cristianos, comenta. Nos gustaba ver los belenes que montaban en sus casas en estas fechas tan entrañables para ellos. Las fiestas en el casino israelita también eran frecuentes. Ahí se ubica la otra Sinagoga que queda en Tetuán, esta más moderna. El centro hace tiempo que cerró aunque me comentan que en otra visita podríamos visitarlo. Les aseguro que volveré con algunos amigos interesados en la cultura sefardí. Sonríen los dos. Esta casa está abierta para quien quiera visitarla. Serán bienvenidos. Nos despedimos finalmente y tras un último vistazo salgo de nuevo a la callejuela del Mellah. El día ha sido provechoso. Comienzo a caminar en silencio. El eco de mis pasos me acompaña unos metros hasta salir del callejón que lleva el mismo nombre que la Sinagoga. La algarabía de un día de mercado comienza envolver el ambiente y el ajetreo cotidiano de la medina vuelve a decorar el paisaje urbano. Mientras camino pienso en el título del artículo que quiero escribir y recuerdo el sonido de mis pasos perdidos hace unas horas en el silencioso Mellah. Y me doy cuenta de que ese es el mejor que puedo escoger, los pasos perdidos de Sefarad. Y me voy canturreando una canción de camino al antiguo ensanche español. Sin duda, un bonito día para recordar.

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