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El rincón de Aranda

Los antiguos braseros de mi infancia

En las calles de mi barrio: Castelar, Sagasta, Cádiz, Murcia, Almería, Echegaray, Duque de la Torre y Castellón, con sus callejones tangenciales que las cruzan, como en casi todas las de otros barrios de Melilla, en los días en que la ciudad recibe el frío del invierno, con vientos que te azotan la cara, al caer la tarde, muchas mujeres solían colocar a la puerta de sus casas,…

… una pequeña copa de brasero, con cisco y algunas astillas de madera impregnadas en petróleo, hasta que todo el carbón se hacía ascuas, y así poder calentar los humildes hogares, perfumándolos con la humareda de las cáscaras de naranjas o de limón, que solían quemar. El petróleo también servía para alumbrar el quinqué, ya que eran muchas casas que carecían de luz eléctrica. Entonces solo había ésa forma insana de calentar, y “perfumar” las casas, ya que las estufas, radiadores y los palitos de sándalos, de las tiendas de los indios y hebreos, vinieron después. Recuerdo que había un niño al que no le asustaba el frío ni la oscuridad, y era tan travieso que toda su energía la empleaba, entre otras cosas, en reírse de todo, y en buscar excrementos secos de perros y gatos para echarlos encima de los braseros; incluso alguna vez, en compañía de otro “andarrío”, -como les llamaba mi abuela-, se meaba en ellos, apagándolos. No me digan que no es una putada, hacer que se repusiera de nuevo el carbón en una paellera honda y vieja, u orinal de porcelana desportillado del abuelo, que servía de copa para el brasero, porque a unos niños cabroncetes, no se les ocurría otra cosa que mearse encima, o recoger toda clase de mierdas perrunas y gatunas para que se quemaran en el brasero de la señora regañona de la esquina. Ésta solía ser una señora, con las cejas calvas y tatuadas de verde, que siempre vestía de “maestra nacional de la posguerra”, con sus gafas de pasta negra, de gruesos cristales como culos de vasos, y de escasa conversación, que salía liada en su toquilla, y nada más entrar en su casa, portando el brasero con el calorcillo humeante y apestoso, -el olor de la caca de perros y gatos superaba al de las naranjas y los limones-, salía como un cohete con una batería de palabras de todos los calibres, inventando verbos, y abusando del colorido de sus frases con extravagancia y originalidad. Un vecino que la conoció de joven decía que aquélla señora, en sus tiempos mozos de los años 20, como una desmelenada walkiria, olía a potrilla en celo. Igualmente se refería a que entonces, a cambio de un boleto que costaba unos céntimos, también solía bailar tangos en un “dancing” de la ciudad.

Ahora, cuando peino canas creo que aquélla señora, como en el mar ocurre con los restos de un naufragio, después de haber sido un juguete de las crueles olas de la vida en la Península, fue “arrojada” a la playa hospitalaria, como antaño lo era Melilla, buscando su pequeña “capona” alimentaria.

También muchas madres de entonces, cada vez que sus hijos hacían alguna travesura, -en este caso no era travesura, sino una putada-, decían que les zumbaban los oídos. Yo siempre me lo creí, porque la que me parió, pobrecita mía, decía tener constantemente un moscardón en una oreja. Aún así todavía siento su cariño, y veo su sonrisa, que me envía desde el cielo.

Hace años, en una de las periódicas visitas que suelo hacer a la ciudad, encontré la calle de Castellón, lánguida y suspendida en un recuerdo polvoriento, que sigue vivo en mi memoria, con la luz de los 50. Al final, los eucaliptos, y la fuentecita con su agua gorda de la “Bola del Mundo”, y La Purísima, Cementerio de Héroes, donde descansan mis padres, junto a los Mártires. Era un día claro, como de verano ardiente, con la respiración de un soleado octubre, donde en sus vetustas casas el aire flotaba el aroma de mi niñez. Era el olor que siempre evocaban las fragancias, empujadas por el viento, desde los pinos del Lobera, mi parque.

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