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El rincón de Aranda

La Boca del León, la Piedra Ahogá, y la Poza de la Vieja

melillahoy.cibeles.net fotos 1236 Juan Aranda web

En la “Poza de la Vieja”, cuando hacía buen tiempo, tenía el agua dormida y cálida por el sol, pero cuando las olas, con el levante, golpeaban la pared rocosa donde estaba la oquedad de la poza, para renovarla, no se podía uno ni acercar por el tajo que había hasta el agua.

Para acceder a ella, había que bajar por medio de unos hierros clavados en la misma roca, que la gente decía que los clavaron, hacía muchos años, unos pescadores de caña que iban a pasar el rato pescando los días buenos.

Muy cerca estaba la “Piedra Ahogá”, una roca medio cubierta por las olas, que más bien parecía una isleta. Ese era el motivo de llamarle “Ahogá”. Siempre estaba cubierta por un manto de mejillones puntiagudos que hacía imposible acceder a ella nadando desde la orilla del monte; el que lo conseguía sufría rasguños en el vientre y en las piernas. A mi me parecían tremendos latigazos cuando lograba subir a ella.

Recuerdo a un niño en una tarde soleada de otoño; ya habían pasado las fiestas de Septiembre, que metió un mensaje en una botella de gaseosa para echarla al mar desde la “Boca del León”, roca de pinchos con la forma de las fauces de un león situada debajo del Faro. Torreón conocido con varios nombres, como el de “Las Cruces” (1553); “Torreón del Palo”, porque en 1700 era el lugar de las ejecuciones. Años después se le conocía como “El Volado”, y a finales del XVIII, quedaría como “El Bonete”. Mas bien esta roca, “Boca del León”, está situada entre el Faro y el “Torreón de Las Pelotas”, que también a este último, se le llama “Torreón de los Bolaños”. El niño se llamaba Felipe y como era muy gordo; cosa extraña en aquéllos años, le llamábamos “Felipe El Hermoso”. Qué niño aquél Felipe, con tanta mala leche el muy cebón. No creo que fuese tan niño, aunque aparentase serlo. El caso es que se hizo un pequeño corte con la botella y berreaba como un marrano cuando lo llevan al matadero.

Quien conozca estos lugares imagínense a unos niños de 10 a 12 años, saltando entre las rocas hirientes hirientes, donde las olas, aunque el mar esté en calma, no paran de golpearlas.

Roa Bastos decía que la memoria no recuerda el miedo, y yo estoy seguro que en aquéllos años ninguno notábamos el miedo, al contrario de lo que sentimos actualmente, apenas nos asomamos al precipicio de esas antiguas murallas.

El Parque de Lobera, para los niños de Ataque Seco era siempre una inmensa perspectiva. Había días que encontrábamos unos tesoros, que los niños de hoy, los verían raros: Un grillo, una lagartija, y a veces hasta una pequeña culebrilla. Cuando encontrábamos un grillo y no llevábamos ninguna cajilla de mixtos, cualquiera de nosotros lo guardaba en el bolsillo, junto al trompo. Mas tarde en tu casa y sin que tu madre se enterara lo encerrabas en una jaulita hecha de alambre blando, (mi padre decía alambre dulce), y le echabas tomate crudo que según los mayores era lo que comían esos bichos. Yo nunca los ví comer, los míos se me morían en un día. Unas veces por juicio sumarísimo de mi madre o por aplastamiento de mis hermanos, ignorando que en esa jaulita existía un cantante negro parecido a una cucaracha. Otras, porque una de mis hermanas me decía que era una asquerosa cucaracha de alcantarilla. Entonces venía la pugna de si era grillo o cucaracha, como los galgos y los podencos de la fábula de Iriarte. Mientras tanto mi madre se llevaba la jaula y volvía con ella vacía.

Las lagartijas y lagartos, eran suaves e inquietas, y sus mordiscos te hacían solamente cosquillas en los dedos. A mi me daba mucha pena ver como algunos chaveas, con su crueldad infantil, o sea, con mala leche, les cortaban las colas, y decían que volvían a crecerles; ¡qué cabrones!. Cuando veíamos alguna niña descuidada solamente teníamos que sacarla del bolsillo, y ¡zas¡, lagartija en su falda y gritos y estampidas, todo a la vez.

El Parque de Lobera siempre nos saludaba con la fragancia de su silencioso jardín. A mi madre, ángel tutelar de mi infancia, no le gustaba que fuera allí porque un hombre sátiro y el “Tío de las Mantecas”, se llevaban a los niños. Todo este temor era porque a mediados del siglo XIX, se escuchaban en Melilla rumores de que en Málaga hubo un desalmado que mató a un niño, abandonando su cadáver en el lecho del río Guadalmedina. Ni al sátiro ni al de las mantecas los vimos nunca, lo que si veíamos eran unos mirones, verdaderos sátiros, que no dejaban en paz a las parejas de enamorados, pegarse el lote en los bancos parecidos a grandes nichos, cercanos al Fuerte de Victoria Grande.

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