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El Expediente Picasso y la rebelión de las Juntas Militares (I)

Picasso 1

Por Severiano Gil

 

Sabemos que el Expediente Picasso es una de las mejores herramientas de la que hemos dispuesto para poder entender qué pasó en aquellas semanas de julio y agosto de 1921; pero no la única. El trabajo del general Juan Picasso González, miembro del Consejo Supremo de Guerra y Marina, arduo y prolijo, comenzó casi inmediatamente después de su designación, el 4 de agosto –todavía no se había rendido Monte Árruit—; si bien, su misión no estaba completamente clara, porque, en principio, a Picasso –que tenía una amplia experiencia como militar en África, que incluyó la concesión de la Laureada de San Fernando por su actuación en la guerra de Margallo, en 1895, así como una posterior dilatada carrera en organismos superiores, como subsecretario del Ministerio de la Guerra— se le indica que su nombramiento para incoar el expediente que llevaría su nombre tenía como fin <<instruir una información escrita, de carácter gubernativo, para esclarecer los hechos ocurridos en la Comandancia General de Melilla>>.

Sin embargo, el ministro de la Guerra, vizconde de Eza, envía con la misma fecha una misiva al general Aguilera, presidente del mismo Consejo Supremo de Guerra y Marina, en la que le informa de que su subordinado, Picasso, había sido nombrado “juez instructor”, y que no sólo trataría de esclarecer los hechos, sino analizar y juzgar los antecedentes que habían contribuido a que se produjera la debacle.

Es decir, por un lado se le pide que elabore un expediente informativo y, por otro, que se convierta en juez para establecer directamente responsabilidades y, en su caso, penas y castigos.

En la situación que se vivía en España en aquellas fechas, estos matices tenían poca importancia, pues lo que se deseaba era saber a qué se había debido el tremendo desastre que –aún no había cálculos definitivos—había arrojado escandalosas cifras de bajas. Picasso, desde su llegada a Melilla, el día 15 de agosto, comienza a trabajar empezando el edificio por los cimientos: conocer de primera mano los testimonios de los supervivientes para tratar de esclarecer todos los aspectos de lo ocurrido, seguramente pensado en que ya habría tiempo, después, para darle al conjunto de la investigación el destino que fuera preciso, y que era competencia del gobierno que le había encargado la misión.

Aunque, para empezar, encuentra una —quizá esperada—cierta resistencia a ir ascendiendo en sus pesquisas, toda vez que, al requerir del alto comisario, general Berenguer, documentación reservada y, también, los planes de operaciones, éste se niega —consideraba, quizá con razón, que los planes eran material sensible al estar en curso la preparación de la reconquista—, hasta no tener claro el sesgo que va a tener la investigación de Picasso, ya que, si bien el propio Berenguer había sugerido al ministro y al Gobierno hacer un informe exhaustivo del asunto, el expediente ya en marcha estaba derivando en sí mismo en la búsqueda de responsabilidades de todo orden, las penales incluidas. Y acababa aclarando Berenguer que, de seguir manteniéndose esas condiciones, no tenía otro remedio que dimitir.

Por su parte, Picasso, sin detenerse en ningún momento en sus pesquisas, había pedido reiteradamente que se aclarara cuál era su función, y de quién dependía, si del Ministerio de la Guerra o del mando del Ejército de África.

Alarmado por la situación que amenazaba con darse en el mismo epicentro del asunto, con el complicado manejo de los refuerzos enviados a Melilla y el diseño de las operaciones de reconquista, lo último que deseaba el nuevo ministro de la Guerra, Juan de La Cierva y Peñafiel –el gabinete de Allendesalazar había caído el 14 de agosto, siendo sustituido como presidente del gobierno por Antonio Maura—, era arrojar más leña al volcán melillense, y, el 24 de agosto, dicta una real orden aclaratoria en la que se especifica que si Berenguer, a cargo de la Alta Comisaría, dependía directamente del Gobierno, era competencia de éste evaluar y juzgar sus actos, con lo que indicaba a Picasso que debía prescindir en su investigación de los planes y decisiones del alto comisario.

Y aquí aparece una de las características que se suelen esgrimir cuando se habla del citado Expediente Picasso, ya que la reacción de las clases políticas, dispuestas a hacer sangre y lograr ventajas frente a la opinión pública de lo sucedido, acuña la demanda, a todas luces cierta para la mayoría, de que el Gobierno desea proteger a <<lo más alto>>involucrado en las responsabilidades.

Consciente de que su prestigio se vería dañado ante la imagen de ser un protegido del Gobierno, Berenguer reitera su deseo de dimitir, pero el ministro no cede; aunque, comprendiendo su situación, publica una orden ministerial, el día 1 de septiembre, por la que faculta a Picasso para incluir en su investigación a los más altos niveles de la Comandancia General de Melilla y le abría las puertas de la documentación reservada del Ministerio de la Guerra, y, el 6 de septiembre, el ministro le ordena al propio Berenguer que entregue los testimonios que incluyeran hechos delictivos, con el fin de que fuera el alto comisario el que nombrara a los jueces que se encargarían de procesar las conductas punibles.

De una tacada, La Cierva mantuvo en el mando a Berenguer, restaurándole en su prestigio amenazado, y aclaraba a Picasso que su trabajo quedaba excluido del ámbito jurídico.

 

Hasta demostrar lo contrario

A estas alturas, todavía con Picasso trabajando en el expediente, la clase política ya empezaba a usarlo como arma arrojadiza hacia sus contrincantes, dando a entender que no necesitaba sus conclusiones para saber cuáles eran los blancos hacia los que disparar sus dardos: el Ejército, los partidos rivales y la monarquía. Falta decir que a las Juntas militares les faltó tiempo para intervenir, en principio, alzando la voz ante el ataque de los “hombres públicos” hacia el Ejército, al que parecían querer achacarle todos los males de la desastrosa política en Marruecos, como si en nada hubieran influido las decisiones de los sucesivos gobiernos en crear el mejor caldo de cultivo para un desastre de las proporciones del que se estudiaba.

No faltaron atinadas críticas hacia la prensa, sedienta del sensacionalismo de cargar culpas, aun cuando no se había acabado la investigación, ni a la actitud gubernamental de ahorrar dinero y huir de las bajas de soldados como de la peste, tomando decisiones cuya tibieza había desembocado en una actitud fatalista y poco combativa en las tierras africanas.

La facción contraria a las Juntas sostenía lo contrario, que era la actitud crítica y rebelde de éstas las que habían ocasionado un desgaste de la disciplina. Y, en verdad, ninguna reivindicación de los “junteros” había apuntado a cuidar los presupuestos destinados a África, socavando además el prestigio de los mandos allí destinados al atacar continuamente las recompensas por méritos de guerra, a la vez que cargaban todo el peso de sus influencias en conseguir tan sólo un mayor número de vacantes y aumentos salariales para los militares, independientemente de dónde estuviesen destinados.

Como era de esperar, todos los partidos contrarios a la intervención española en Marruecos hacen causa común con las Juntas, y acaban sumando las diferentes líneas críticas hacia el objetivo común y fin último de muchos de propinar un golpe a la Monarquía del que le sea imposible recuperarse.

Tras años de agitación en el terreno político-militar, las Juntas Militares se habían convertido desde 1917 en un elemento de la suficiente solidez como para enfrentarse a los distintos gobiernos que se plantearon su disolución. Evolucionando desde una estructura síndico-militar a todo un movimiento tan influyente en la política como para hacer caer gobiernos o expulsar del Ejército a los mandos superiores contrarios a ellas, era evidente que a la Corona se le planteaban dos opciones: aceptar el poder de los “junteros” u oponerse al mismo, conscientes todos de que, de optar el monarca por aferrarse a las Ordenanzas y adoptar la segunda actitud, las Juntas y la masa de partidos políticos afines a ellas arremeterían para derribar la Monarquía, con muchas posibilidades de éxito, llegando, en 1918, a proponer una dictadura militar, presidida por el capitán general de Madrid, teniente general Ochando, que Alfonso XIII sólo pudo parar recurriendo a un gobierno de concentración de Maura.

Pero, en 1921, la efusividad de las actividades junteras había entrado en una fase de enfriamiento, cuando el resto de sus socios políticos demandaban una actitud combativa en franca rebeldía que, sin embargo, tardaba en darse, tal vez porque, constituyendo la cara visible del estamento militar, las Juntas eran vistas por la opinión pública como parte del problema que había originado el desastre de ese verano. El ministro de la Guerra, además, no ocultaba su intención de proteger a aquellos militares que habían afrontado los riesgos de la batalla –Berenguer incluido—, en lugar de ensalzar a los que, quedándose en casa, habían abogado por desmotivar y rebajar el espíritu militar que debía presidir la actitud de cualquier ejército en guerra.

Esta postura de La Cierva fue interpretada por las Juntas como una declaración hostil, toda vez que a quienes el ministro protegía era al núcleo de los militares opuestos a esas Juntas, lo que quedó desvelado cuando el general Cabanellas, tras pisar el territorio sembrado de cadáveres durante las operaciones de reconquista, entregó a la prensa una carta dirigida a las que se llamaban oficialmente “Comisiones” en la que acusaba a los junteros de ser responsables de la ausencia de unidades preparadas como refuerzo: <<Creo a ustedes los primeros responsables [del desastre] al ocuparse sólo de cominerías, desprestigiar al mando y asaltar el presupuesto con aumento de plantillas, sin ocuparse del material…>>, decía uno de los párrafos de la carta.

El ministro La Cierva, requerido por las agraviadas Juntas, hizo oídos sordos a sus protestas y exigencias de cese de Cabanellas, y tan sólo se mostró disconforme con el hecho de que el general hubiese filtrado la carta a los medios de comunicación.

Esta situación desembocó en una huida hacia delante de las Juntas que, al presentir una actitud beligerante del gobierno –que podía terminar en la disolución de las mismas—, se declararon como único juez competente para evaluar las responsabilidades, volviendo a crecer ante los ojos de quienes buscaban razones para el ataque al sistema imperante, es decir, la Monarquía.

 

Calumnia, que algo queda

Agrupados tras la actitud reivindicativa de las Juntas, todos los partidos políticos de corte republicano comenzaron una campaña de reivindicaciones, acusando a Maura y a su ministro de belicistas y protectores de los culpables de Marruecos. No obstante, fue Manuel García-Prieto, líder del Partido Demócrata, el que se llevó la palma con su frenético discurso crítico. En las palabras de García-Prieto había para todos, para la escasez y deficiencias del Ejército, para la actitud irresponsable de Berenguer y para la lenidad del presidente Allendesalazar, sin que se olvidara de incluir a Maura por su actitud poco propicia al rescate de los prisioneros de Abd-el-Krim, apoyada por, según su versión, la actitud despreciativa de Alfonso XIII.

Sin embargo, no fue García-Prieto, sino el diputado del PSOE Indalecio Prieto Tuero el que, en octubre de 1921, durante un discurso en las Cortes, atribuyó al monarca la frase que aludía a <<lo cara que estaba la carne de gallina>> para referirse a los millones de pesetas que exigía Abd-el-Krim como rescate. En el diario de sesiones del Congreso aparece así: <<Pues bien; es público que se exige por los prisioneros 4 millones de pesetas, y es público, además, la versión anda entre todas las familias de los cautivos, que el Gobierno no quiere dar por ellos una peseta. Hay quien atribuye esta actitud del Gobierno a una frase altísima, según la cual resulta cara la carne de gallina. (Fuertes rumores. -El Sr. ministro de la Guerra: Eso no lo ha dicho nadie)>>.

Ese “hay quien atribuye…” es la única base sólida para sustentar tal afirmación.

De nada sirvió que, andando los días, apareciera el origen de la frase, pero en otro contexto y en otro momento, cuando, en 1914 y en una charla con el embajador francés León Geoffrey, Alfonso XIII comentó que estaba <<rodeado de cerebros de gallina>>, como impedimento a la decisión de entrar en la Primera Guerra Mundial; era una frase con poder de arma arrojadiza que no se podía desmentir, y menos cuando Vicente Blasco Ibáñez la incluyó en un panfleto publicado en París y titulado “Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado)”, una publicación en la que, también, se relata el derrumbe de la Comandancia General de Melilla: …<<Y fue en estos momentos de confusión cuando alguien, no se sabe quién, descerrajó la mesa del despacho del general Silvestre, ya difunto, encontrando en un cajón parte de su correspondencia con Alfonso XIII. Allí estaba el famoso telegrama «¡Olé los hombres! El 25 te espero». Allí también, entre otras cartas, una en la que el rey aconsejaba a Silvestre lo siguiente: «Haz lo que te digo y no te preocupes del ministro de la Guerra, que es un imbécil»”.

Curioso ese “alguien”, y ese telegrama y la carta de los que nada se supo nunca, y que, de existir realmente, es difícil que nadie los hubiera mostrado a ese “alguien” deslenguado.

Así quedó acuñada tanta afirmación, lapidaria, pero con nulo sustento documental, y así se puede leer en libros de Historia y artículos en las redes.

Corriendo los años, el historiador José Luis Vila San Juan afirmó que la citada frase sobre la “carne de gallina” <<nació del pueblo español>>, refrendando el origen de chascarrillo popular que se acabó convirtiendo en socorrido lema con el que apostillar tertulias hasta el día de hoy.

Tampoco sirvió de nada que, ante la noticia difundida por Víctor Alba y Rafael Borrás de que el monarca se encontraba de vacaciones en la villa francesa de Deauville cuando le llegó la noticia del desastre, fuera público y notorio que, en ese día 22 de julio, Alfonso XIII se encontraba en Burgos, presidiendo las celebraciones del VII centenario de la catedral, como cualquiera podía haber comprobado.

Todo valía, se había abierto la veda y, como hoy día con cualquier “fake” de internet que triunfa, no dejaron de aparecer comentarios, alusiones y medias verdades, todos los cuales tenían el objetivo común de atacar a la Corona, al Gobierno y a las posturas anti-junteras.

Pero aún faltaba la guinda del pastel, y la puso la mano, o mejor el verbo, de Indalecio Prieto, al afirmar, tanto en las Cortes como fuera de ellas, que el desastre había sido el resultado del avance insensato de Silvestre sobre Alhucemas, que había sido apoyado por el Rey a <<espaldas del alto comisario>>.

Ninguna de estas afirmaciones era mínimamente demostrable; no había declaraciones de testigos o documentos en los que apoyarlas y, en cambio, triunfaron hasta el punto en que, al parecer de muchos, influyeron enormemente en las conclusiones que Picasso incluyó en su informe, ya que parecen calcadas de la fraseología del diputado del PSOE. Huelga decir que este discurso se convirtió en bandera del movimiento “responsabilista”, que exigía depurar hasta el final los errores africanos, frente a quienes, como el presidente Maura o el ministro La Cierva, practicaban una política de contención, al menos, hasta conocer el resultado del Expediente Picasso, concediendo al menos el beneficio de la duda y la presunción de inocencia.

Además, cuando, el 25 de octubre, con el informe favorable del Consejo Supremo de Guerra y Marina, el ministro firma el ascenso de 17 militares, incluyendo a Berenguer, las Juntas se sienten directamente atacadas, y la situación alcanza su culmen cuando Alfonso XIII nombra gentilhombres de Cámara a José Millán -Astray Terreros y a Santiago González-Tablas y García Herreros, fundador de La Legión el primero y destacado oficial de los Regulares el segundo, y ambos convencidos africanistas.

Se avizoraba una guerra sin cuartel entre ambas posturas enfrentadas, a las que se iban sumando elementos que las engrosaban; y la primera escaramuza, quizá, fue cuando un número indeterminado de oficiales se fueron personando en el domicilio particular del presidente Maura para dejar sus tarjetas de visita, expresando así su descontento con el ministro y exigir su dimisión, mientras que las Juntas organizaban una manifestación de apoyo al general Weyler, recién cesado por sus críticas y su postura encontrada a las decisiones adoptadas de cara a la organización de las operaciones de reconquista.

Para colmo, el veterano general Cavalcanti se despachó en una entrevista del diario “La Correspondencia de España”, en la que criticaba no haber efectuado una incursión a Alhucemas para liberar a los prisioneros por la razón pusilánime de ahorrar las bajas que dicha operación produciría en las tropas españolas, condenando en cambio a los prisioneros a ser maltratados, torturados y muertos sin que el gobierno moviera un dedo por remediarlo.

Tras estas declaraciones, Cavalcanti —en el ojo de la justicia a raíz de la carga que ordenó, un mes antes, en Tizza y que le costó el puesto de Comandante General de Melilla—, dimitió, posiblemente presionado por el ministro quien, el 15 de diciembre, dirigió una nota a los capitanes generales para recordarles que <<cualquier militar debe abstenerse de acudir al ámbito público, ya fuera por escrito o de palabra, para emitir juicios, apreciaciones o críticas en relación con los asuntos militares relacionados con la situación en África>>, instándoles a abrir expediente a los subordinados que no observaran esa orden.

Las Juntas, inmediatamente, consideraron que la orden atentaba directamente contra ellas, para impedirles alzar la voz en sus “justas reivindicaciones”, y los integrantes de la de Infantería juraron solemnemente hacer todo lo posible, apoyándose en el periódico “La Correspondencia Militar” como órgano de difusión, para que el ministro La Cierva acabara destituido.

 

(Mañana el segundo capítulo y bibliografía)

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