Surgido entre esas piedras centenarias, que guardan en ellas tantas cosas: Sufrimientos, anhelos, esperanzas, tradiciones… todo de nuestra propia sangre, que se hace presente en la nebulosa del tiempo, a través de nuestra Fiesta más querida y recordada, como es La Navidad. Este Belem, no sólo convoca figuras más o menos representadas en un tiempo y en una geografía determinada, son más bien como presencias de todos aquellos seres, antepasados nuestros, que dieron calor y vida, a una razón y a una identidad propia. Las fiestas, conservan en sí mismas, algo más allá del espectáculo y la decoración momentánea. Máxime, éstas de Navidad que celebramos, tan unidas a nuestra propia existencia, como es la familia. Ese nexo de unión, que trascendiendo más allá del tiempo, convierte la vida en historia, ya que al final, nunca será nuestra vida y si será nuestra historia. Y ésta, no es sólo una bandera, ni un libro, ni una situación. Es algo mucho más íntimo y personal. Es nuestra alma. El alma de un pueblo; Esa es su historia.
Este Belem, tal vez situado por la iniciativa de lo decorativo y la búsqueda de la originalidad en el entorno, es también un aviso. No son villancicos, los que se dejan oír entre sus piedras. Son susurros de voces de un ayer, que se hacen presente, en la humildad de este Nacimiento. Ojala, este sirva, no sólo para recordar y celebrar esta festividad tan entrañable, sino también, para un renacer de toda esa identidad y forma de ser, que fue, la que le dio vida, para tener una historia. Para tener un alma. Por la cual la llegada de este Niño de Luz que hoy nos regresa de nuevo, tiene sentido.
