La solución de los grandes problemas del mundo exige fomentar la generalización de una educación permanente que se inspire y alimente en una visión global, tanto más que cada día surgen nuevos problemas que a todos afectan por encima de las fronteras geopolíticas, por mucho que quieran aislarse los países.
Desde entonces a esta parte se ha generalizado la imagen de un planeta ceñido por los hilos de una red de flujos de toda especie. En este proceso de planetarización o globalización, el corolario evidente es el de una interdependencia cada vez mayor entre todos los países y la necesidad de intercambios y relaciones reciprocas solidarias.
No obstante, subsisten e incluso se agudizan en nuestros días los desequilibrios, las desigualdades, las tensiones y los antagonismos, junto con una utilización muchas veces abusiva e irresponsable de los bienes de la ciencia y de la tecnología, desligadas de unas humanidades que no siempre reconocen la integralidad del saber. Muchas veces están, además, en manos de intereses económicos o de poder, lo cual constituye una amenaza para la paz del mundo y tal vez un peligro para la supervivencia de la especie humana. En otros casos las desigualdades revisten una dimensión dramática. En efecto, se cuentan por millones las personas que viven en la miseria, desnutridos, privados de cuidados médicos, sin acceso al agua potable. Los millones de analfabetos, de niños sin escolarizar y de adultos marginados de la vida activa son suficientemente elocuentes sobre el abismal desamparo de tantos frente a la opulencia de tan pocos.
Las reflexiones más recientes reconocen y valoran cada vez más la cultura y los valores del espíritu como la respuesta más sólida y eficaz que se puede dar, de cara al futuro a la mayoría de los problemas, además de reconocer que junto a los derechos humanos es urgente aceptar plenamente las responsabilidades o deberes humanos. El análisis desapasionado y profundo de las causas y posibles soluciones de todos los grandes temas que constituyen la problemática mundial lleva a la conclusión, en última instancia, que la respuesta global o al menos parcial más eficaz, a medio y largo plazo, hay que buscarla en la educación o el aprendizaje individual, así como en la investigación.
En palabras de la Carta Constitutiva de la UNESCO, las mentes educadas para una convivencia democrática son los mejores baluartes de la paz y el desarrollo, si bien las muchas lamentables experiencias negativas en la historia de la humanidad obligan a precisar que, para que ello sea cierto, las mentes educadas tienen que serlo esencialmente en un marco de valores, incluidos los valores de convivencia, tolerancia y progreso, además de tener una conciencia coherente sobre el valor prioritario de la supervivencia.
Todos los pueblos e individuos aspiramos a la felicidad y a una elevada calidad de vida en todos los órdenes y, si somos conscientes y consecuentes con los que deben ser nuestros naturales sentimientos, debemos quererlo hacer extensivo a nuestros descendientes. El medio principal a tal fin es esencialmente la educación o, más concretamente, la formación, el aprendizaje y el adiestramiento adecuados para resolver los problemas de raíz, desde la dignidad humana, los derechos y los deberes de cada persona. Sin embargo, esa respuesta educativa no puede seguir siendo la simple expansión ni la mejora de los sistemas educativos existentes por medio de reformas y planes de actuación. Una revolución educativa en el siglo XXI tiene que lograr superar, sobre todo, la frustración que existe en el mundo actual ante el desajuste entre la oferta de los sistemas educativos frente a la necesidad de personas con una amplia formación integral, con un alto nivel cultural, proclives a una convivencia democrática y coherentes con los valores que proclaman. En muchos casos, esas personas deberán poseer una sólida formación profesional actualizada que les haga capaces de crear riqueza a la vez que se preocupan por conseguir un desarrollo sostenible, social y humano.
