Por Mª Elena Fernández Díaz (Doctora en Historia) e Isabel Mª Migallón Aguilar (Licenciada en Historia Melilla)
Querida madre:
En este 27 de marzo, fecha de mi cumpleaños, he querido escribirle, y hacerle partícipe, aunque supongo que su corazón lo intuyó siempre, que mi último pensamiento, antes de que aquella bala traicionera me arrebatase la vida en Alhucemas, fue para usted y también para padre.
Bien sabe que desde niño desee ser militar. Tengo grabada en mi retina su imagen en aquel día, finalizando el mes de agosto de 1917, cuando partí rumbo a Valladolid, a la Academia de Caballería. Sin duda era mi sueño, pero dejarles en nuestra querida y siempre añorada Villena, fue muy difícil de asimilar.
En tanto que me alejaba, sentía como cada lágrima que brotaba de sus ojos, se clavaba en mi corazón desbocado, cual caballo espoleado por su jinete.
Sus cartas, siempre plenas de cariño y ánimo era lo que me ayudaba a no decaer y a comprender que, para llegar a la meta, hay que hacer sacrificios.
Recuerdo sus caras cuando me vieron por primera vez de uniforme. Usted me miraba y tocaba con orgullo y alegría; como sólo una madre sabe hacerlo.
“Fill meu, fill meu”, repetía entre lágrimas, abrazándome como si no hubiese un mañana. Quizá siempre supo o intuyó que no alcanzaría la edad madura, y que no vería muchos amaneceres, sentado en la puerta del hogar que con tanto esfuerzo levantaron usted y padre.
Pronto comprendí lo que significaba “estar en guerra” y tener que luchar para defender mi vida y la de mis compañeros. No podía imaginar cuando fui destinado en agosto de 1922 al Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas Tetuán nº 1, que esta sería mi última Unidad.
Me aguardaban tres años muy difíciles por la situación que había en el norte de África. Tras los sucesos de 1921 vivíamos en una calma tensa. Pensando que los próximos podíamos ser nosotros.
¡Cuantos de mis compañeros sucumbieron en aquel verano! Cientos, miles dejaron sus vidas para gloria de España y dolor de sus familias.
Y llegó 1925 y también septiembre. Se preparaba una operación de gran envergadura en las costas de Alhucemas. Mientras esperábamos órdenes y entre una guardia y otra, los compañeros teníamos la oportunidad de conversar. Allí, Madre, daba igual el Arma a la que pertenecías, porque todos nos necesitábamos y éramos conscientes de que lo más preciado, la vida, podía depender de quien teníamos al lado.
Recuerdo la valentía de dos jóvenes soldados que murieron como yo en la jornada del 8 de septiembre. Vicente Iglesias, de León y Andrés Torres quien nunca comentó su lugar de origen. Pero mostraron una bravura y un coraje, dignos de mención. Y como ellos otros muchos, cuyos nombres han quedado sepultados por el tiempo.
En aquellos años España se vistió de luto. ¿Y hoy nadie nos recuerda? ¿Qué ocurre ahora Madre? Nuestro sacrificio no sirvió para nada, solo para que miles de familias lloraran las ausencias que dejamos.
Entregamos el bien más preciado y a cambio se nos ha vuelto a matar, sumiéndonos aún más en el olvido. Ninguno quisimos ser héroes, no lo buscamos ni lo pretendimos.
Pero he de confesarle que cuando se nos recuerda en los homenajes a los caídos todos sentimos gran emoción y al oír recitar a nuestros compañeros “La muerte no es el final”, pensamos que en algo mereció la pena.
En breve se cumplirán cien años de nuestra partida a la eternidad desde la bahía de Alhucemas y corren rumores de que nada se va a hacer, que al igual que ocurriera con los caídos en 1921, no habrá un acto oficial en nuestro recuerdo.
Todos nos preguntamos por qué. Al parecer ya nadie recuerda que dimos la vida por la Bandera sobre la que juramos fidelidad. ¡Y bien que lo cumplimos!
Un símbolo del que algunos ahora reniegan, otros pisotean e incluso queman. Nosotros no podemos comprenderlo puesto que ofrendamos lo más preciado: la vida.
Cada vez que veo algo así el corazón se me vuelve a desgarrar como si otra bala me lo atravesara.
Hoy, ¡Madre querida!, desde la eternidad he sentido la necesidad de volver a escribirle, como tantas veces hice cuando estaba lejos de ustedes para contarles como era mi día a día, para que supieran que estaba bien. Sé que la última no les llegó, que quedó en aquella caja de cartón duro donde guardaba mis objetos personales, pendiente de poner un sello y que el soldado encargado, la llevase a Melilla. Tenía fecha del 6 de septiembre de 1925. Dos días antes de…
Acabo esta misiva, impregnada de amor hacia ustedes y agradecimiento para aquellos que luchan por mantener vivo nuestro recuerdo. Decir también a los que quieren hacer más profundo nuestro olvido que, nosotros luchamos amparados en unos ideales de fidelidad y honor. ¿Saben lo que esto significa?