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El rincón de Aranda

Una tarde de toros pasada por agua

melillahoy.cibeles.net fotos 1080 Juan Aranda web

A veces pienso que algo de lo que escribo en estas páginas, hacen recordar a algunos lectores, los años de su niñez; y la verdad es que solo pretendo arrancar alguna sonrisa nostálgica y cariñosa a los niños, y niñas, de los 50. Entonces la gran mayoría éramos muy respetuosos con nuestros mayores, siendo los juegos nuestra droga, sacándole todo el jugo que podíamos; a veces con el bollo, de 1´10, con aceite y azúcar en un bolsillo, y el trompo en el otro, nos dábamos unas palizas de jugar a la pelota, o algo parecido al fútbol, en cualquier lugar, ya fuera una bocacalle, plazoleta o el frontón del parque Lobera. Imagínense como quedaba el pantalón. Y todo era porque si se lo dábamos a alguno para que te lo guardase: “Te lo guardo, pero pido parte”, y no duraba ni un minuto en sus manos. Había que jugar, correr, y mear y comer al mismo tiempo, y si no podías: a joderse toca, y el pantalón lo dejabas hecho una mierda lleno de lamparones, con la consiguiente bronca de tu madre y algún pellizco de tu hermana mayor, por ser ella la que casi siempre lo lavaba. Entonces se hacía a mano, en un lebrillo gigantesco, o en la pila en el patio, con el jabón verde y el famoso azulete para darle “frescura”. Éste era como una especie de tiza azul que se envolvía en un trapito, y con cuatro meneos en el agua, quedaba la ropa como los chorros del oro.

Un día de Septiembre que Melilla estaba de feria, y a su plaza de toros la vistieron de limpio para recibir a los toreros mas famosos de aquél tiempo, me ocurrió una cosa, todo lo contrario a lo comentado antes. Toda mi ropa se lavó con agua procedente de la aguada del río Oro, que era donde mi padre repostó la regadera que conducía aquél día. Como sabrán las regaderas o camiones de bomberos tienen un depósito con varios compartimentos que se comunican entre si, y una o dos portezuelas, como las de los submarinos, con sus tapaderas por donde se carga el agua. Aquella mañana mi padre, después de que yo le diera el tostón, queriendo que me llevase a los toros, me citó a las 4,30 de la tarde en la puerta de la plaza, que hay junto a la Gota de Leche. A la hora, y sitio convenido, yo estaba esperando, con toda la ilusión de niño bueno, a que mi padre apareciera conduciendo su gran regadera colorada Leyland, y junto a él el ayudante que siempre le asignaban, y me van a permitir omitir su nombre por si los familiares se mosquean, aunque deben saber que lo comento con todo mi cariño y la amistad, y respeto, que siempre le guardó a mi padre, su amigo, que desde aquél día creo que dejó de serlo. Cuando mi padre detuvo la regadera para que le abriesen las puertas, y el ayudante me vio, todo pasó en un instante: se puso de un salto en el pasillo de las mangueras que rodea el depósito, y alzándome por los brazos como a un pelele abrió una tapadera y ¡hala!, de pie me metió en él, y menos mal que no lo cerró. Mi padre, ajeno a todo y creyendo que yo no había ido porque pensaba que me daba vergüenza que me colase gratis a los toros, mete la primera y aparca la regadera junto al camión gris que transportaba la carne por Melilla. Nada mas bajar de la camioneta e hincándose un Montecristo de un palmo en la boca y sin encender aún, ve mi cabeza toda mojada con los ojos alegres y risueños, diciéndole algo parecido a: "…¡Eh! papa, que estoy aquí”. Aquéllo era una aventura para mi, que un señor mayor, todo serio, amigo y compañero de mi padre, me introdujera vestido de domingo, porque eso si, iba hecho un cromo, porque mi madre me había puesto como un San Luis, con mi pantalón corto recién planchado, mi camisa-pescadera, de marinero, de las que tienen cordones en vez de botones, hecha por ella, y las botas de cuero, con tachuelas, de color marrón, compradas en “El Camello”, recién lustradas en la esquina de la Levantina, con Castelar, acodado, muy chulo yo, en el filo del depósito, y mi cuerpo bamboleándose con el agua sin pensar que si me soltaba, caía en el interior, y quizá no estuviese escribiendo ésta anécdota. Lo que recuerdo es que ya había hecho la comunión, -10 años-, si no mi madre no me hubiese dejado ir solo; ella decía, siempre que le pedía ir con los amigos al centro, que cuando hiciera la comunión podría incluso ir hasta el parque Hernández; lo que sí había que sumarle cuarenta y dos que eran los que mi padre me llevaba en edad. Bueno, pues con sus cincuenta y tantos tacos, el viejo dio un salto al depósito de agua, que muchos saltadores quisieran hacer en cualquier olimpiada, sacándome de un tirón como a un pelele en remojo. La verdad es que no sé que pudo ocurrirle en los brazos, para que me aupara como una pluma, siendo mi peso el de un niño fuertote y sano. Me imagino que la adrenalina y el susto que se llevó, hicieron que su cuerpo, por un momento, multiplicara sus fuerzas por diez. Las explicaciones, con algún vapor etílico, que le daba su ayudante, no le valieron en absoluto. Muchos años después, en el Bar La Parada, en en el Puente del Tesorillo, le pregunté a este buen señor el motivo que le impulsó para que llevara a cabo aquélla peligrosa broma, a costa de un niño de 10 años, y su contestación fue que jamás lo había olvidado, ya que su hazaña, muy recriminada por las personas que estaban presentes en el patio de caballos, le hicieron avergonzarse, y arrepentirse. Yo estoy seguro, que mi padre, que no era nada rencoroso, mientras pasean por los patios de La Purísima, le estará diciendo que olvide el disgusto que le hizo pasar aquél día de toros.

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