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El rincón de Aranda

Pinceladas de mi infancia III

melillahoy.cibeles.net fotos 1639 Juan Aranda web

Algunos que ya peinamos canas, recordamos al señor Valero, con su sempiterno palillo, o ramita de albahaca en la boca, montado en el varal de su carrito tirado por un borriquillo, borriquillo que tenía los atributos “más grandes que los del Caballo de Espartero”. Sobre este comentario existe una leyenda popular, muy jocosa, que es cuando la Reina Isabel II,

muy “frescachona” ella, inauguró la famosa estatua, dijo que los atributos sexuales del caballo, podrían ir en consonancia con los del jinete. Eso era lo que la gente de la calle Castellón, decía del burro de Valero; la verdad es que parecía a veces que tenía cinco patas, además que muchos lo podemos afirmar. Valero era un señor, de unos 60 años, que siempre llevaba su carrito, -lo pongo en diminutivo porque era un poco mas grande que los de juguete para los niños-, lleno de paquetes postales, transportándolos desde Correos hasta almacenes y tiendas del Centro, y a veces se le veía por algún barrio extremo. Vivía en la calle Castellón, frente al Callejón de Pepe Matías; y al borrico lo encerraba en una cuadra habilitada junto a su vivienda, a pocos metros de una de las dos entradas del refugio que existía en la misma calle. No creo que ese refugio haya desaparecido cuando construyeron el bloque de viviendas, más bien habrán tapiado las dos entradas. Para la chiquillería del barrio era un espectáculo ver al animal rebuznando cada vez que pasaba alguna burra cerca de él, como la del “Pistolero”, otro señor de Ataque Seco, que hacía portes, pero con un carro mas grande que el de Valero, pareciendo que íba a dar un barquinazo en plena calle. “¡Niño ten vergüenza que esas cosas no se miran!”. Hay que joderse, las cosas que debíamos escuchar los chaveas, como si observar a un animal en celo era cosa de tener o no tener vergüenza. Los hermanos Chevalier, hijos de la señora Rosario, La Populona; llamada así porque durante la II República, vendía el periódico El Popular, por las calles de Melilla. Estos hermanos, cada vez que había toros o algún espectáculo en Melilla, el mayor de edad, cogía su gran embudo-megáfono más grande que él, no como los que se ven ahora en las manifestaciones, eléctricos y con micrófonos, y a pleno pulmón, anunciaba el espectáculo desde lo alto de una camioneta. Les decían Los Chevalier porque ambos imitaban, muy mal, al gran Maurice Chevalier.

Cuando la burra del Pistolero, dejaba atrás la fuente del Cementerio y los eucaliptos, y aparecía por la puerta de Paquito Calderón, la muy pendona le tiraba los tejos al “pobre” borriquillo, -lo pongo con comillas por decir algo, porque de pobre nada-, y éste le lanzaba los piropos más rebuznables -léase amorosos- que se podían escuchar, llegando su descomunal miembro reproductor a arrastrarlo por el suelo, -doy fe-. Ya se imaginan el asombro y cachondeo de toda la gente que pasaba cerca del animal, verlo en ese estado de excitación sexual. El señor Valero, que era un poco sordo, apenas su mujer, la señora Margot, le decía que el burro estaba en ese estado y con los niños cerca del animal, salía con un cubo lleno de agua y sin mediar palabra, se lo lanzaba de un tirón en toda la zona afectada. A veces nos decía con mal genio: “ … El circo Ruzafa está al lado de Correos, éste se ha cerrado”. Y llevaba razón, ese circo lo montaban donde hoy está el hotel Ánfora y antiguamente el Fuerte de San Carlos, y el Cementerio del mismo nombre.

Aquéllo era trágico para el pobre animal, y esta vez lo digo sin cursiva porque no me digan ustedes que en plena crisis emocional de enamoramiento y dispuesto a hacer feliz a la borrica, viene Valero con su cubo, su sordera y su malafollá, y ¡zas!, agua que te crió en todo el mogollón erógeno. El pobre rocín agachaba las orejas y escondiendo su asustado miembro por el remojón, parecía que lloraba de rabia, y no era para menos. Ahí terminaba el espectáculo, y a esperar otro día. A veces nos avisábamos apenas avistábamos una burra en los alrededores, porque sabíamos que habría choteo y cachondeo gratis durante un buen rato. No sé si sería morbo o curiosidad infantil, mas bien creo que era ésto último, aunque algunos mayores sí que se salían de madre… y muy señor mío.

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