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El rincón de Aranda

Olor, color y sabor

melillahoy.cibeles.net fotos 1797 Juan Aranda web

Como antaño decía el dicho popular: “Tres cosas tiene Melilla, que no las tiene Madrid: el Poniente, el Levante y el Telegrama del Rif”. Bueno pues, aparte de esas tres cosas, yo defino a mi ciudad, mezclando, como los grandes cocineros sus guisos, por el Olor, el Color y el Sabor.

Por el Olor que siempre ha existido en sus parques Hernández y Lobera, desde que los construyeron. El del General D. Venancio, tan llano y limpio siempre, con las alamedas de rosales, que muchos acortan su belleza, para meterla en un vaso de agua donde, finalmente sus pétalos secos quedan petrificados en las páginas de cualquier libro. También el de D. Cándido, segundo pulmón de la ciudad, con sus parterres, rindiéndose a los pies de la frondosidad y quietud de sus árboles. También los centenarios eucaliptos de la plaza de Torres Quevedo.

Recuerdo el Olor del pinar de Rostro Gordo, parecido a una invisible llave regulando el oxígeno que, junto a sus parques, se respira en la ciudad. Y si bajamos por Cabrerizas y Cuesta de la Viña, al río de la Olla (Rastro), se impregnaba el aroma de la hierbabuena y al té de los cafetines, mezclados con el humo del kif, fumado en largas pipas. Allí se podían leer los carteles de los bares: “La Maja” y “El Mortero”, en sendas esquinas del edificio cuadrilongo, junto al Olor de las verduras, y frutas del día, en humildes tenderetes, traídas por pequeños borriquillos, que después de su venta, volvían con sus dueños despatarrados en sus lomos. La tienda-trapería de Bonilla, donde se vendía desde una aguja de hacer punto, una vieja, y oxidada, romana para pesar, hasta una lavativa desportillada, con su grifito y su goma agrietada. Los zapateros del Rastro, casi todos judíos, oliendo a cuero y a goma de viejas ruedas de coches, que usaban para las medias suelas de viejos zapatos. Alberto, hombre alto y fuerte, buen judío, y su hijo del mismo nombre, lateros-lañadores, con su tenderete junto a la carbonería de Pepe, que hacían jarritos de lata recomponiendo ollas, que se rompían apenas se hacían dos guisos en las antiguas hornillas de carbón. El Olor es el que sube por los torreones que circundan el Pueblo, al asomarte por el Bonete, queriendo ver la otra orilla, y solo divisas la esperanza de que nuestra Madre Patria está allí, en tu mirada de un hijo que la quiere.

El Color negruzco y salitrero de la “Piedrahogá”, isleta preñada de mejillones en punta, que saludaba al Cementerio. El Color añil de nuestro mar, a veces arañando con fuerza los acantilados, y otras lamiéndolos, como un animalillo hambriento de teta materna, en los besos que desprenden las olas con sus ojos blancos de espuma, en las playas de los Cárabos y San Lorenzo.

El Color del sol cuando se derrama haciendo cascada luminosa, como el del alba, con la majestad del Gurugú, que nuestro Soldado en su solemne mirada, constantemente hace guardia en la Plaza de España; montaña que Marte la vistió varias veces de negro luto por nuestros Héroes caídos, que la diosa Niké, convertida en su “Ángel de Bronce”, los guarda en La Purísima con el celo de su perenne amor patrio.

Desde las alturas de Cabrerizas, María Cristina, Barrio de la Victoria y Ataque Seco, se observa el Color de la Melilla inmóvil en sus calles y plazas, como un “la”, huyendo de la campana de un oboe, en compañía del “sí” de una viola, quedando ambos suspendidos en el aire azul, como su bandera.

El Sabor, aunque abstracto, lo puede notar quien la ame y la sienta con el alma de español. No es el Sabor físico como el de un plato bien condimentado, es el tempero y sazón, de ver sus calles sin laberintos, sumergidas en el modernismo de sus edificios, en los barrios construidos a cordel, como me decía un venerable anciano, amante de la ciudad que lo acogió en su niñez. Es el Sabor de nuestra cultura europea, crisol de nuestra idiosincrasia peninsular desde hace más de cinco siglos.

El Olor al asperón de los túneles silenciosos, que visitábamos en nuestra inconsciente niñez, sin ver el peligro que entrañaban las minas y bóvedas oscuras, horadadas hace siglos por los penados, y guardianes de la Plaza. A estos guardianes y próceres, Melilla los honra agradecida bautizando sus calles con sus gloriosos nombres. Se puede saborear la historia de sus proezas con solo leer el nombre del Mariscal Sherlok en una de las calles del Polígono, enviado a Melilla para la defensa del famoso Sitio (1774-1775); el de Miguel Zazo, Teniente que ofreció su vida en 1779, en defensa de la Plaza; López Moreno, Carlos de Arellano, y muchos civiles, como Cándido Lobera, militar y fundador de la prensa escrita; y el del insigne arquitecto Enrique Nieto, proyectista de muchos de los bellos edificios modernistas que configuran la ciudad siendo, faltando a la modestia, el orgullo y la envidia de muchos arquitectos.

Quedándose todos en la orilla de nuestra memoria, para la posteridad en la ciudad, deben disculpar: no lo puedo remediar, que cada vez que reflejo algo de mi ciudad en un papel, siento un profundo sentimiento romántico en el recuerdo. Muchos amigos me dicen que poseo un manantial que nunca deja de brotar españolidad, y amor por Melilla y sus Héroes. Puede que así sea.

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