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El Torreón del Vigía

Los Duarte

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Cuando un Enero, aún despuntaba, tuve la suerte de conocer a la Hermana Carmen de Cristo Rey. En Ronda en ese Convento de Carmelitas Descalzas, donde el silencio respira plegaria y a fuego lento se endulzan a fieles y laicos. Oración y trabajo. Era muy de mañana y mis pasos por sus calles anhelaban el encuentro con quien además de ser familia, compartimos una misma fe. Mi tía Carmen me había hablado de ella, como ahora lo hace Dolores, de cómo su vida cambió a la muerte de su hermano, Juan e ingresó en el Carmelo con veinte años añadiendo a su nombre las últimas palabras pronunciadas por él. Tuvimos que esperar que finalizase otra visita, una puerta de madera se abrió, dos sillas nos esperaban delante de una reja…estábamos en un Convento de clausura. Dos carmelitas conversaron con nosotros mientras traían en su silla de ruedas a la Hermana Carmen, y cuando apareció, su felicidad brillaba en su rostro, quien a Dios tiene, nada le falta. Había algo especial en ella, ojos azules en una mirada limpia, reflejo de un corazón donde solo el amor da valor a las cosas. Si la santidad puede convivir entre nosotros lo pude percibir en mi encuentro con ella y mas allá de esos muros y para siempre. Su mente clara hasta el último instante de poner su alma en manos del Padre, el pasado mes de Octubre, solo ansiaba el reencuentro con su hermano, Juan Duarte, mártir de la persecución religiosa más importante del Siglo XX, la llevada a cabo por la España republicana en la guerra civil. Su detención, como se recoge en su biografía, ocurrió el 7 de noviembre de 1.936 en Yunquera (Málaga), por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de estar escondido varias horas, sin luz ni ventilación. Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a un calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas, con las que pretendían forzarle a blasfemar. En la cárcel se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico. Empezó introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, para que los pasease por el pueblo. La muerte se consumó en la noche del día 15 de noviembre de 1.936, con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina vientre y estómago y luego le prendieron fuego. Las últimas palabras de mi primo, el beato Juan Duarte fueron: "Yo os perdono y pido que Dios os perdone”.

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