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La hippie vieja

Por Severiano Gil.

Es una hippie vieja, ajada y solitaria, que saca su perro cada noche y, a veces, se aleja del barrio de Gracia y llega a pasar frente al balcón de la casa donde resido, cuando paso algunos días en Barcelona.

Podría decir que es una vieja hippie, pero esta denominación implica otras connotaciones, porque las viejas hippies son damas elegantes ahora, señoras en toda la extensión de la palabra, que, en un momento dado de su vida, prefieren mostrarse permisivas, alegres, dicharacheras y olvidadizas de ciertas normas sociales que, hasta que no han cumplido una buena cifra de años, han venido cumpliendo.

La hippie vieja no es así, porque su historia es bien distinta.

Fue esa jovencita que, pronto, supo dar rienda suelta al punto de rebeldía innato de todo humano, pero que, a tempranas edades, vive mezclado con la disciplina del entorno, agazapado a la espera de mejores ocasiones, sin mostrarse del todo.

Pero ella no; ella tiró por la calle de en medio, hizo su temprana elección y se sacudió la tediosa compañía de sus compañeras de colegio, aquéllas que vestían traje de chaqueta, y llevaban bolso y zapatos a juego, y los viernes iban a la peluquería para lucir una encorsetada permanente durante el fin de semana…

La hippie, en aquel entonces joven, jovencísima, fue capaz de apearse del convencionalismo de la moda, de las prácticas sociales habituales, y apostó por lo excéntrico, por lo que rompía moldes, por lo que, entonces, se conocía como Libertad.

Renunció al noviete que prometía y que, por eso mismo, caía bien a sus padres, y se amancebó con el guaperas rompecorazones que, ya en aquellos años, tenía una Bultaco Lobito de 49 cc., que atronaba la calle con su escape, y se permitía el lujo de lucir en el brazo un tatuaje con la efigie de Jimmy Hendrix.

Luego, resultó que el bello tatuado era un devoto practicante del amor libre, y la joven liberal se encontró compartiendo cama con otras coleguitas a tiempo parcial. Pero no le importó sufrir el desengaño: “cada cual es muy dueño de elegir sus afectos y ejercer su libertad”, se repetía, cuando abandonó el hogar precario, llevándose como única pertenencia la maceta con la plantita de marihuana que le regaló el amante multifacético.

Dio algunos tumbos necesarios cuando, incapaz de soportar las miradas y los “te lo advertimos” de sus padres, trató de encontrar una manera de ganarse la vida, y acabó en el obrador de una panadería, donde pasaba las noches tiznada de harina y bebiendo de la ciencia del proletariado.

Y salió adelante, a pesar de la hija que le nació del amante tatuado, a la que a duras penas consintió que sus padres, amorosos y preocupados abuelos, vieran un fin de semana sí y otro no, porque temía que la acabaran alejando de ella, apoderándose de aquella cría e inoculándole el veneno de los convencionalismos, de las reglas sociales y del como Dios manda.

Cuando, ya avanzados los treinta, podía dejar a la niña en el colegio, ella aprovechaba la jornada diurna para sacarse el Graduado Escolar, aunque las noches se le hicieran eternas amasando pan y suspirando por una almohada donde descabezar un sueño.

Y se sintió realizada, independiente y feliz; tanto, que consintió en irse a vivir con un botarate que le prometió montar una charcutería a medias. Y lo hizo, pero asegurándose de que ella, la hippie de más de treinta, se encargara del trabajo duro, mientras él pasaba las horas en el bar, conspirando con sindicalistas descontentos y aprovechando para obtener buenos pedidos para rellenar los bocadillos en las manifestaciones urdidas cada poco.

Una noche que oyó ruido en los bajos de la vivienda, nuestra hippie sorprendió al botarate con una delegada sindical del gremio de charcuteros, jadeantes bajo las ristras de fuet y chorizo de Cantimpalo, ya colgadas y expuestas de cara a la Navidad próxima.

Como quiera que la Ley la amparó de pleno, acabó de única propietaria de la charcutería por resolución judicial, y la hippie de cuarenta se vio de nuevo libre y autónoma, haciendo imperar en su negocio los valores de solidaridad y compañerismo con los que se sentía unida a sus empleados, los cuales acabaron por controlar la tienda, exigiendo siempre en la medida en que ella respondía a su compromiso proletario.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que era de Izquierdas, ya que era la única forma de explicar que los beneficios de la tienda fuesen a parar a los bolsillos de los empleados, en lugar de fortalecer el negocio y hacerlo crecer.

Hasta que, al mirar a su alrededor, se sintió única, aislada y diferente, al comprobar cómo aquellas amigas de antaño eran señoras bien situadas, que vivían en casas al uso y pasaban frente a la puerta de la charcutería a bordo de inútiles automóviles de alta gama, todas ellas bien vestidas, bien casadas y bien dependientes de maridos abnegados que traían el sustento a casa.

Ella no, ella era libre; había educado a sus hijas –el botarate le hizo dos barrigas, antes de desaparecer tragado por el mecanismo judicial— a solas y a su manera, había luchado hasta desfallecer y era la dueña de una empresa en la que no sólo se respetaba al trabajador, sino que reinaba un ambiente de camaradería que la hacía sentirse totalmente segura de los planteamientos progresistas que acababa de descubrir.

Cuando el banco le dijo que no había más crédito, la hippie de cincuenta tragó saliva y afrontó la única salida: vender el negocio a los empleados, que, inmediatamente, crearon una cooperativa y le ofrecieron formar parte de la misma.

No se moriría de hambre, ni mucho menos.

Pero, cuando la mayor de sus hijas le presentó a su novio, supo que algo anduvo mal en el proceso educativo aplicado por ella; aunque transigió en la boda por la iglesia con el segundo hijo del banquero más distinguido de la ciudad.

Y se aferró aún más a su imagen ideológica cuando tuvo que justificar, de algún modo, lo cutre y reducido de su piso en un barrio obrero, su poco glamur a la hora de vestir o el escaso disponible para colaborar en los gastos del casorio.

Y se volcó del todo en la tendencia política a la que la vida la había adscrito, frecuentando ambientes propicios y leyendo todo lo que sirviera para afirmarla en sus creencias salvadoras, eso sí, descartando de plano la literatura contraria, de donde no podía extraer más que verdades que le hicieran daño.

Se acabó marcando un rumbo, pues. Se afilió a un partido independentista, se manifestó contra las nucleares, se desgañitó en concentraciones anti-taurinas y acabó cogiéndole el gusto a todas las tendencias anti que significaran restregarle al resto del mundo el conformismo y la opulencia que se le había negado, y que, para su sorpresa, cada día aumentaba a su alrededor, haciéndola sentirse una especie privilegiada, una rara avis en medio de un universo uniformado de Armani o Carolina Herrera.

Era de Izquierdas, y muy comprometida; aunque eso no la salvaba de pasar horas en silencio cuando, de visita en casa de los consuegros, la conversación giraba sobre aspectos intelectuales que ella no había tenido tiempo de aprender, o se discutía sobre lugares a los que nunca pudo viajar. Pero, claro, ella era de izquierdas, y ya se sabe…

Con la segunda hija le fue mejor, porque acabó la carrera de medicina y fichó por Médicos sin Fronteras, perdiéndose en misiones lejanas y altruistas de donde apenas si podía salir dos semanas al año, hasta que, una de las veces, regresó del brazo de un cirujano que la sacó de la selva, la hizo su ayudante y la convirtió en millonaria, al dejarla administrar una clínica privada a la que su madre jamás hubiera soñado poder ingresar.

La tercera, en cambio, era como ella, rebelde, excéntrica e indisciplinada, y eso le alegraba la vida, hasta que le dijo que se iba a vivir con el dueño de la tienda de tatuajes, que le doblaba la edad, pero que siempre tenía para pagarse una buena marcha, media docena de cubatas y unas rayitas de algo…

Ahora, nuestra hippie de más de sesenta y cinco está jubilada, aunque a veces visita la charcutería que fue suya para echar el rato con los cooperativistas que, de cuando en cuando, la regalan una butifarra para el bocata.

Esta noche la he visto pasar de nuevo, como tantas otras veces, con su perrito lanudo. Lleva puestos sus vaqueros raídos de siempre y el jersey de punto grueso del que hace años prendió una chapita con la cara del Che, y que ahora no puede quitar, porque el alfiler ha oxidado esa parte de la lana. El cabello largo, descuidado y gris, y en la mano la bolsita con la que recoge las heces de su único compañero.

Le va susurrando cosas al perrito, como si éste pudiera entenderla, y recorre la acera silenciosa hurtando en las sombras de los árboles su figura suavemente patética de proletaria por necesidad.

Una noche, la hippie vieja se detuvo justo debajo del balcón de la avenida Tarradellas, mientras su perrito daba suelta a los esfínteres. Y, en un momento determinado, ha alzado la cabeza para mirarme. Luego, ha recogido el excremento, le ha dicho algo al animal y ha continuado su camino, sin saber que yo he escrito esto sobre ella.

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Redacción

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