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Atril ciudadano

Caparrós y la Transición

Cuando asesinaron a Manuel José García Caparrós (4 de diciembre de 1977), Málaga vivió varios días en estado de excepción, también El Palo. Aquella Policía Nacional antidisturbios de indumentaria gris y fuertemente ideologizada por el franquismo («los grises») se posicionó, entre otros lugares, en las proximidades de la iglesia central.

Desde allí disparaban botes de humo y pelotas de goma a quienes les lanzábamos (desde Las Cuatro Esquinas; había que asegurar la retaguardia, por si acaso) algunos órdagos orales, poco edificantes la verdad sea dicha, por no disponer de otros objetos a mano; los adoquines habían sido asfaltados tiempo atrás por las mismas fechas del Mayo del 68 y las piedras del rebalaje estaban a unos doscientos metros a nuestras espaldas.

Después de los avances y retrocesos que caracterizaban aquellos rifirrafes mi amigo X (permítanme no identificarlo) y yo nos separamos del grupo, habíamos quedado citados con nuestras novias y era la hora. Llevábamos en nuestros bolsillos, a modo de recuerdo de aquella “batalla», dos botes de humo y vainas de lo que debían de ser partes del mecanismo de lanzamiento de pelotas de goma. Pero he aquí que muy cerca de nuestro destino de llegada nos abordan dos individuos armados (dos somatenes, uno de ellos vecino del barrio perfectamente identificado y conocido, de aquellos que colaboraban con la Guardia Civil en servicios «especiales», los llamados «chivatos») con armas cortas (me parecieron de tipo Star) apuntando a nuestras cabezas a escasa distancia. Nos preguntaron que quiénes éramos y de dónde veníamos. Contestamos que estudiantes y que acudíamos a una cita con nuestras chicas. No nos creyeron, llevábamos el pelo muy largo e íbamos sudorosos por las carreras de aquella noche. Eran nuestros respectivos aspectos las únicas pruebas de «delito», nada más. Nos obligaron a entrar en un Seat 124 cuatro puertas blanco aparcado a unos metros del lugar de detención. A mi amigo le tocó entrar por la puerta de atrás del lado del conductor y pudo dejar su bote de humo relleno con vainas sobre el suelo de asfalto al agacharse para entrar en el coche. Yo no tuve la misma suerte, el otro paramilitar me obligó, apuntándome con su arma, a entrar por la puerta trasera derecha y no pude liberarme (en aquel momento) de las pruebas que podrían inculparme, como sí pudo hacerlo mi compañero. La situación era delicada, íbamos camino del cuartel de la Guardia Civil como detenidos y había que hacer algo. Afortunadamente, mis «recuerdos» de aquel «combate» estaban en el hondo bolsillo izquierdo de un jersey de lana que, casualmente, llevaba aquel día de diciembre. Con disimulo y mucho sigilo, saqué con mi mano izquierda (que quedaba situada del lado de mi amigo) el dichoso bote y lo fui empujando y embutiendo en la línea de unión de los asientos con los espaldares traseros del automóvil; lo pude incrustar hasta casi hacerlo desaparecer de la vista. Tal era mi desesperación. ¡Ya no había cuerpo de delito!

El recibimiento en la casa cuartel lo pueden ustedes imaginar: «Mi cabo, aquí traemos a estos sospechosos», decían quienes nos detuvieron. «Vais a quemar España», contestaba un tipo rechoncho, uniformado, desquiciado por los acontecimientos y con bigotillo tipo «chorrito de hormigas», como decía mi madre. Al suboficial se le unieron varios números que iban y venían muy nerviosos por las circunstancias. El trasiego era de alto estrés. Nos registraron, al menos, cinco veces. Nos quitaron la documentación y cuando me pareció entender que íbamos a pasar a otra «fase» de la detención (en aquellas fechas las «mantas de palos» eran muy frecuentes) apareció un sargento quien ordenó que no, que no había tiempo para «aquello». Nos soltaron. Fue una auténtica proeza llegar hasta nuestras casas aquella noche: a las cargas de los policías nacionales había que sumar la presencia de aquellos mostachos bípedos y ventrudos, vestidos de verde y portando fusiles al hombro sobre sus capas lorquianas de invierno, armas que, en ocasiones, utilizaban para golpear sobre las puertas de aquellas viviendas e intimidar a quienes se atrevían a mirar por sus ventanucos. No querían curiosos, querían quietud. Estaban muy asustados…, y acostumbrados al silencio del pueblo.

Últimamente he sabido que uno de los ex somatenes (el cuerpo desapareció en 1978 con la llegada de la democracia) es el padre de un destacado responsable político del partido en el poder y goza de muy buena salud… ideológica. Por cierto, si algún día tengo la ocasión de echármelo a la cara le diré que me devuelva lo que me debe, si es que aún lo conserva.

Conclusión: la llamada «modélica Transición» sirvió para tratar de sellar el cráter de un volcán que continúa en ebullición, porque no hubo justicia para con los auténticos delincuentes que hicieron tanto daño y que aún siguen campando a sus anchas.

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