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El rincón de Aranda

Algo sobre el vino

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Hace unos días me decía un conocido, que se las da de “Sumiller”, (pero es de ojana), que los mejores caldos de España son los de La Rioja, que yo no le rebatí; pero sí le dije que se hiciera de un almanaque-guía, en el que se pueden ver las añadas desde hace 15 o 20 años, hasta la actualidad, y así poder comprobar la calidad de cada zona de España. El tío insistía en que beber buen vino no sienta mal a nadie. Entonces me acordé de un artículo que escribí hace unos cuantos años, referente a lo que produce el vino en nuestro organismo, si se abusa en su ingesta. Escribía entonces que leyendo, por enésima vez, a Diego Ceano en su “Historia y Chascarrillos Malagueños”, leía uno titulado: “La Leyenda del Vino”, que recomiendo su lectura porque, aparte de ser simpático y sentimental, es también muy didáctico. Dice Ceano, que se encontraban en una de esas tabernas, unos parroquianos de nariz afresada y andares vacilantes, donde cada tarde rendían tributo al gran Baco y excesivo culto al “moyate”. La taberna lucía generalmente el mismo escenario, en que las paredes amarillentas nadie sabía su color original. Las botellas depositadas en los estantes estaban vacías y llenas de polvo y telarañas, y junto a éstas, otras muy brillantes por el uso, llenas de licores de garrafón. El mostrador era de madera de pino, con olor a lejía, y a fritanga, en el que se podía ver unos números pintados de tiza, que eran las cantidades que los parroquianos debían abonar por sus consumiciones. El tabernero gordinflón y peludo, con las mejillas coloradas, vestía una camiseta sucia llena de lamparones. La rutina se vio interrumpida al entrar en el local un anciano, que pese a ser un mes caluroso, llevaba un traje oscuro con chaleco, camisa, corbata ajada y tocado con un sombrero de fieltro marrón, con manchas de sudor en la banda de la copa. Al llegar al mostrador, sin más, pidió un “blanco”. En esto uno de los clientes, por su desocupación y aburrimiento le preguntó: “¿Abuelo, no hace mucho calor para llevar todavía el traje?”. El anciano que los conocía a todos se acercó y contestó: “La verdad es que sí, pero es lo único que poseo”. – “No me va usted a decir que tantos años de maestro de escuela no tiene usted ahorrado algún dinerillo”. “Los tuve…. pocos, pero los tuve, y también tuve casa y mujer e hijos que me cuidaban, y amigos también tuve…. pero se fueron”. “¿Pero que le pasó?”, preguntó intrigado el contertulio. “El vino, mi afición a la bebida hizo que lo perdiera todo, hasta el respeto, hasta mi propia estima”. El otro contestó: “Por eso hay que tener cuidado con la bebida, y se lo dice uno que sabe lo que habla”. El anciano sabía que aquellos hombres eran con toda seguridad de su misma “cofradía moyatera”, aunque ellos no lo admitieran. Y para ilustrarlos les preguntó: “¿Entonces, ustedes no han padecido alguna de las maldiciones del pavo, del león, del mono y del cerdo?”, preguntó el antiguo maestro de escuela. Y empezó a contarle una leyenda, que según decía que todos los que abusaban del néctar de las viñas, caerían en alguna de esas maldiciones, o en todas: “Tras la inundación del Diluvio, el viejo Noé se encontraba en tierra firme, plantando un viñedo al que prodigaba excesivo cuidado. El diablo celoso de Noé porque no le hacía caso, decidió vengarse. Así cuando la viña estuvo plantada, el diablo la regó con sangre de un pavo real. Cuando al tiempo le brotaron las primeras hojas, las volvió a regar con sangre de mono. Cuando los racimos de uvas comenzaron a solazarse con los rayos del sol mañanero, volvió el diablo y las regó con sangre de león, y cuando las uvas se encontraban maduras, antes de cortar los racimos, las regó con sangre de cerdo. Con esto, el diablo se vengó de Noé, haciendo desde entonces que el que bebiera vino, sintiera con su primer vaso, la alegría y la vivacidad de un pavo real; al segundo vaso, cuando el vino comienza a subirse a la cabeza, empezaría a hacer muecas y rarezas como un mono; al tercer vaso, el vino les pondría agresivos como leones, y con el cuarto vaso, el bebedor se convertiría en un verdadero cerdo, cayendo dormido sobre sus miserias”. Aquélla leyenda no fue del gusto de los contertulios, que prefirieron dejar la bebida para otro día y levantándose salieron, tal vez, para no acabar como el cerdo de la leyenda. Mi amigo Ricardo Redoli, tiene publicado un soneto, que él llama: “chisneto”, cuyo título: “El Borracho y el lacito contra el hipo”, y dice así: “Un borracho volvió de madrugada/ con una melopea destacable/ hipando de manera insoportable./ Su mujer se confía, preocupada/ a una amiga y vecina, Carmencita,/ que sugiere un remedio con gran arte:/ ´´Ponle un lazo de tela en salva sea la parte,/ y verás como el hipo se quita´´. Dicho y hecho, le puso a su marido/ un lazo azul de tela de cretona./ La cosa resultó, y el de la mona/ no dio en toda la noche ni un ruido./ Levantóse el marido muy temprano/ a hacer aguas menores, con apremio,/ y, al verse aquél adorno tan bonito:/ ´´Dónde estuviste anoche, Mariano´´/ se dijo mientras se miraba el pito,/ ´´que trajiste a casa el primer premio´´”. Como es natural este escrito se lo dedico a los dipsómanos que creen que no lo son; pero principalmente a los jóvenes que “hacen botellón”, sin control, creyendo que controlan.

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