Compartía hace dos semanas, en este espacio, mi opinión acerca del documento elaborado por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe de la Iglesia Católica, hecho público por el Vaticano el pasado 24 de abril bajo el título “Dignitas Infinita”, sobre la dignidad humana. Trataba de poner de relieve en aquellas líneas la aparente contradicción que, a mi juicio, existía en el desarrollo de dicho documento cuando, reconociendo el derecho a la legítima defensa y la responsabilidad de actuar en defensa de vidas eventualmente amenazadas, se negaba, radicalmente, el reconocimiento de cualquier acto de guerra como de un posible acto de guerra justa. No existe justificación alguna, se venía a decir en el documento, para considerar, hoy en día, el empleo de la fuerza como un acto de guerra justa.
Tengo la impresión de que se pretende instalar en el imaginario colectivo de la sociedad actual, por parte de algunos generadores de opinión, la idea de que ningún esfuerzo defensivo está justificado cuando conlleva, inevitablemente, el empleo de la fuerza para garantizar su logro. Se dice que, ante agresiones físicas, se debe reaccionar mediante el diálogo y la negociación y que el empleo de la fuerza no conduce nunca a nada positivo.
En esta ocasión quiero rendir un modesto homenaje a los miles de hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas y de Seguridad que, mediante la entrega de sus vidas, en una actividad de servicio significativamente vocacional, hacen posible la existencia de la paz en este mundo imperfecto en el que vivimos. Mientras debatimos y reflexionamos sobre la eventual procedencia del empleo de la fuerza para protegernos de posibles agresiones, hay miles de hombres y mujeres que protegen nuestros cielos para el libre y seguro uso de ellos por parte de todos nosotros o navegan sin descanso, surcando nuestros mares, para asegurar, igualmente, el libre y seguro uso y disfrute del mismo por parte de todos nosotros y de los diferentes medios de transporte que garantizan el abastecimiento de los recursos que nos resultan necesarios para nuestra subsistencia o se ejercitan permanentemente, de día y de noche, en diferentes escenarios terrestres, marítimos o aéreos de diversas partes del mundo para enviar el mensaje de que queremos vivir en paz y de que si hay alguien que pretende privarnos de ese derecho por alguna oscura razón, nos encontramos en condiciones de protegerlo, mediante el empleo, si así fuera preciso, de la fuerza necesaria para conservarlo. Todo ello ocurre de una manera perseverante, discreta y callada pero constante por parte de estos “proveedores de paz”.
¡Qué decir de aquellos que se encuentran desplegados en diferentes partes del mundo proporcionando seguridad, paz y estabilidad en áreas castigadas por el flagelo de la acción de señores de la guerra o de distintos actores territoriales que no permiten a las pacíficas poblaciones de esas regiones el desarrollo de una vida segura y tranquila en la que desarrollar sus proyectos de vida individuales! El lema elegido por las Naciones Unidas para sus distintos contingentes desplegados por el mundo cumpliendo esta noble tarea es precisamente el que encabeza estas líneas: “Al servicio de la paz”
Mediante el argumento de que la violencia no conduce a ninguna parte y de que siempre es mejor resolver los desencuentros por medios pacíficos, se llega al absurdo de imponer a los buenos la exigencia de rendirse ante los malos y renunciar, precisamente, al derecho de ejercer la legítima defensa mediante el eventual empleo de la fuerza.
Siempre que se suscita este debate me siento en la necesidad de expresar dos principios que considero axiomáticos. El primero de ellos es que el mal existe, que hay personas u organizaciones que están dispuestos a utilizar cualquier recurso para obtener sus objetivos o para imponer su voluntad a aquellos sobre los que quieren ejercer su poder, independientemente de que esta imposición sea aceptada o no por éstos. El segundo de ellos es que las armas, por sí mismas, son inofensivas. Que el empleo de éstas sirva para hacer el bien o para hacer el mal dependiendo de la voluntad y la intención del sujeto que las utilice.
Se argumenta, en ocasiones, que, si no existiesen armas o no existiesen ejércitos, no habría guerras. Se aboga con mucha frecuencia por la reducción de los gastos militares, sin ofrecer, como contrapartida, un procedimiento para reducir el uso de recursos violentos por parte de las organizaciones criminales o de los usuarios de armas para satisfacer sus propósitos por medios ilícitos. Se propone, como “medida mágica” para eliminar los conflictos, la eliminación de las armas o de las organizaciones armadas de los Estados, esto es los Ejércitos y los gastos militares. Es como si para acabar con el delito o la actividad criminal se propusiese prescindir de las fuerzas de seguridad.
Al mismo tiempo, se defiende promocionar la cultura de defensa o la conciencia de defensa, preferentemente, se dice, por medios pacíficos. Sería bueno que se explicase qué tiene de violento o de “no pacífico” el hecho de que nuestras Fuerzas de Seguridad o nuestras Fuerzas Armadas, con su acción perseverante, discreta y callada y portando sus armas, en cuyo empleo, seguro y eficaz, deben estar adecuadamente adiestradas, garanticen nuestra paz. Paz que, simplemente, percibimos como un producto que nos viene dado de manera automática, sin que sepamos muy bien a qué se debe. Sería bueno reconocer, con honestidad, que el efecto disuasorio que producen todas esas actuaciones mencionadas, de nuestros “profesionales de la paz”, son las que producen, sin que nos demos cuenta, ese producto tan anhelado y necesario para disfrutar de la necesaria paz, que es la seguridad.
Rindo, humildemente, desde estas líneas, un homenaje de reconocimiento a todos aquellos servidores públicos que, portando sus armas como elemento disuasorio y para garantizar su seguridad y el cumplimiento de su misión, asumen una vida de entrega y sacrifico, arriesgando su seguridad individual, así como su tranquilidad y la de sus familias, en beneficio de todos, “al servicio de la paz”.