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El espacio de Aranda

Víctor Jara

melillahoy.cibeles.net fotos 931 Juan Aranda web

En septiembre de 1973, hace ahora treinta y nueve años, el dictador Pinochet, ordenó asesinar, junto a varios miles de chilenos, al poeta cantautor, Victor Jara. Mientras sus verdugos tomaban sus descansos, cuando lo torturaban en el Estadio Chile, de la capital, Santiago, en esos ratos, ensangrentado, dolorido, y con las manos rotas, tuvo tiempo de escribir estos versos desgarradores, que un amigo guardó, y más tarde distribuyó, como un valioso tesoro: “ ¡Ay!, canto que mal que (sales)/ cuando tengo que cantar espanto. / Espanto como el que vivo./ Espanto como el que muero,/ de verme entre tantos y tantos/ momento de infinito/ en que el silencio y el grito,/ son las metas de este canto/ lo que veo nunca vi,/ lo que he sentido, y lo que siento/ harán brotar el momento….”. La palabra, “sales”, del primer verso, hay quien opina que, debido a que el papel estaba muy deteriorado era, “sabes”. El poeta decía en “Donde las papas queman”, que era una historia sencilla, una historia de amor, del verdadero amor que surge desde el fondo de la vida y que lo embellece todo: “Es una historia simple como la guitarra campesina, como una figurita pintada de Talagante (barrio de Santiago), como un camino, un álamo, una flor…Una historia de nuestro pueblo. De este pueblo que en todas sus manifestaciones, aún en las más trágicas, introduce elementos graciosos y hasta divertidos”. Un comentarista dijo que Victor Jara con sus manos, esas milagrosas manos cuyos dedos deleitaban a millares de trabajadores e intelectuales al pulsar las cuerdas de la guitarra, para acompañar sus canciones de protesta y esperanza, ya no eran tales. Estaban hinchadas y parecían tener un solo dedo, gordo y recubierto de sangre. Las pocas uñas que le quedaban, después de haberles arrancado las demás, estaban negras en su totalidad. Eran las manos más golpeadas que había visto en mi vida”. Un subteniente comenzó a jugar a la ruleta rusa con su revólver apoyado en la sien del cantautor, hasta que salió el primer tiro mortal que impactó en su cabeza.

Como todos los poetas, Víctor Jara, transformaba en belleza, toda la mierda y la detritus asesina de la dictadura de su país, auspiciada por el “emperador del mundo”, de entonces.

Hay quien compara, por la similitud de sus muertes, a Victor Jara con nuestro poeta Federico García Lorca; pero yo también lo comparo con Miguel Hernández, cuando éste se encontraba en la cárcel, y escribió su famosa “Nana de la Cebolla”, sabiendo que su mujer y su hijo, como millares de españoles, estaban pasando hambre: “…..En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla se amamantaba/. Pero tu sangre/ escarchada de azúcar,/ cebolla y hambre….”. También se asemejaba Franco con Pinochet. A ambos, como grandes tiranos, les gustaba tener la fama de liberadores, y los dos con el mismo odio hacia los comunistas y masones. También ambos fueron “bendecidos” por la Santa Madre Iglesia, y no solo sembraron sus naciones con cientos de cadáveres, sino que condenaron, bajo las botas y las armas al silencio, a millones de ciudadanos. Entonces el vestuario de las artistas de “Varieté” se tuvieron que adaptar a la moda “episcopal”, impuesta por los “santos varones de la Iglesia”, vistiendo a las chicas, cubriéndoles el ombligo, lavándose la roña del calcañar, y afeitándose los largos bigotes de las ingles, ya que algunas eran muy morenas y peludas. Cuando terminó la guerra civil, los españoles eran clasificados en tres categorías: “Adictos o Afectos” al régimen, que eran los de derecha de toda la vida; los “Indiferentes”, que por la cuenta que les traía hacían méritos para figurar en la categoría anterior; y los “Desafectos”, los que tenían un pasado que purgar. Tal delirio “liberador” llegó a ser en España, que el Generalísimo entraba bajo palio en las iglesias; como también en noviembre de 1937, en La Coruña, el Gobernador, propuso la eliminación de la hoja del Registro Civil, donde figuraba inscrito el líder republicano, Santiago Casares Quiroga, nacido el 8 de mayo de 1884. El traidor y asesino Pinochet, también como buen “liberador”, ni se inmutaba dando las órdenes de que lanzaran, desde un avión, al mar, a prisioneros políticos; y después, de unas manos “santas” recibía la comunión sin pestañear. El epitafio que mucha gente quisiera leer en ambas tumbas sería: “Aquí yace un traidor a su patria, y del presidente que lo nombró. Padre, esposo y asesino”.

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