El lector ideal es el que no reconstruye un texto, sino que lo recrea. Tampoco sigue el hilo de la narración, porque avanza con él. Un programa de radio para niños, siempre comenzaba con la pregunta: “¿Estáis sentados cómodamente?, bien, pues entonces podemos empezar”. El lector ideal sabe escuchar, y es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortarlo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena, y luego poner en pie a un nuevo ser viviente. Aunque claro que no es un taxidermista. Es el que existe en el momento que precede a la creación. Para él, todos los recursos literarios son familiares; toda anécdota es novedosa. Decía Ralph Waldo Emerson, que para leer bien, hay que ser algo inventor. Todo buen lector tiene una ilimitada capacidad de olvido; puede borrar, perfectamente, de su memoria el hecho de que el “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de Stevenson, son la misma persona; que “Julien Sorel”, de Stendhal será decapitado. El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye, subvirtiendo el texto, porque no se fía de la palabra del escritor. Siempre procede por acumulación: cada vez que lee un texto, agrega una nueva capa de memoria al cuento, siendo un lector asociativo. Siempre lee como si todos los libros fueran la obra de un único escritor, prolífico e intemporal. El lector ideal no puede volcar su conocimiento en palabras; al cerrar un libro siente, que de no haberlo leído, el mundo sería más pobre. El lector ideal tiene un perverso sentido del humor, y no suele contar sus libros; también es a la vez generoso y avaro; y lee toda literatura como si fuera anónima, usando con sumo placer el diccionario. Apenas cae un libro en sus manos, lo juzga por su cubierta, y si es un libro de hace siglos, se siente inmortal. Él no sabe si es un lector ideal hasta después de acabado el libro. El lector ideal comparte la ética de D. Quijote, el deseo de Madame Bovary, o el espíritu aventurero de Ulises, al menos mientras dura la narración. El lector ideal lee para encontrar preguntas. Para él todo libro es, en cierta medida, su autobiografía. El lector ideal no tiene una nacionalidad precisa. Decía Stendhal que, “escribía para apenas cien lectores, para seres infelices, amables, encantadores, nunca morales o hipócritas, a quienes me gustaría complacer. Apenas si conozco uno o dos”. Si a los 14 años lee los “Veinte poemas de amor……”, de Neruda, puede que sea un lector ideal, pero también puede no serlo a los treinta, porque la experiencia, y los años, empaña ciertas lecturas. El sátrapa Pinochet, al prohibir “Don Quijote” por temor a que el libro pudiera leerse como una defensa de la desobediencia civil, fue su lector ideal. Escribir en los márgenes de un libro es marca de un lector ideal; a pesar de que muchas personas crean que eso es “guarrear” el libro; además éste es veleidoso sin sentirse jamás culpable; y puede enamorarse de al menos uno de los personajes de un libro. Goethe en una carta a Friedrich Rochlitz, decía: “Hay tres clases de lectores: la primera, aquéllos que gustan de un libro sin juzgarlo; la tercera, aquéllos que lo juzgan sin gustarlo; y otra, entre las dos, que juzgan mientras gustan de un libro y gustan de un libro mientras lo juzgan. Estos últimos dan nueva vida a una obra de arte, y no son muchos”. El lector ideal es pocas veces sentimental; deseando llegar al final del libro y, al mismo tiempo, que el libro no acabe. Nunca se impacienta. El lector ideal es el personaje principal de la novela; es alguien con quien el escritor podría pasar una tarde a gusto charlando de todo menos del libro en cuestión; aunque no debemos confundir al lector ideal con el lector virtual. La verdad es que la literatura depende, no de lectores ideales, sino de lectores suficientemente buenos. Todo libro bueno o malo tiene su lector ideal; y a veces, un escritor debe esperar muchos años, o quizás siglos, para encontrar a su lector ideal, ya que éste suele cambiar con la edad.
