Mientras la atención internacional se concentra en Ucrania o en Gaza, otra guerra se libra ignorada y con una ferocidad cruel, la de Sudán. El conflicto entre el Ejército regular, dirigido por Abdel Fattah al-Burhan, y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) de Mohamed Hamdan Dagalo “Hemedti”, ha provocado la peor crisis humanitaria del planeta en 2025, con más de 150.000 muertos, 12 millones de desplazados y una amenaza de hambruna masiva en Darfur y Kordofán.
Para comprender las razones de esta tragedia es necesario mirar atrás, a la historia de fracturas coloniales, rivalidades étnicas y enfrentamientos políticos que han marcado al país desde su independencia en 1956.
Raíces históricas y coloniales
Sudán fue administrado por británicos y egipcios hasta 1956. Desde el inicio de su vida independiente, el país quedó dividido entre un norte árabe-musulmán, con centro en Jartum, y un sur africano, animista y cristiano. Más de setenta grupos étnicos trataban de convivir en un equilibrio inestable, dentro de fronteras artificiales.
Esta tensión se tradujo en dos guerras civiles prolongadas entre norte y sur (1955-1972 y 1983-2005), que costaron la vida a más de dos millones de personas. El sur reclamaba autonomía frente a la imposición de la sharía islámica, decretada en los años ochenta. La firma del Acuerdo de Naivasha (2005) abrió la puerta a la creación de un nuevo país, Sudán del Sur, en 2011. Pero eso no trajo la paz: Jartum perdió tres cuartas partes de sus ingresos petroleros y se hundió en la crisis económica, mientras el nuevo país caía en su propia guerra civil.
Darfur: la herida abierta
En paralelo, en el oeste del país estallaba la guerra de Darfur (2003), cuando grupos no árabes (Fur, Masalit, Zaghawa) se rebelaron contra la marginación del régimen de Omar al-Bashir. La respuesta fue brutal: el gobierno armó a las milicias árabes Janjawid, responsables de masacres y desplazamientos forzados. Se calcula que murieron unas 300.000 personas y 2,5 millones fueron expulsadas de sus hogares.
La magnitud de las atrocidades llevó a la Corte Penal Internacional a emitir en 2009 una orden de arresto por genocidio contra al-Bashir, quien se convirtió en el primer jefe de Estado en ejercicio en recibir esa acusación. Eso no influyó en el dictador, quien permaneció en el poder hasta 2019, cuando una revuelta popular, alimentada por la crisis económica, lo derrocó.
La transición frustrada
La caída de al-Bashir dio lugar a la esperanza. Se formó un Consejo Soberano, compartido entre civiles y militares, que debía llevar al país hacia elecciones democráticas. Sin embargo, las luchas internas entre el Ejército y las RSF pronto torpedearon ese proceso.
Las RSF, dirigidas por Hemedti, descendían directamente de las milicias Janjawid, pero habían ganado músculo político y económico gracias a sus contratos como mercenarios en Yemen y Libia, financiados por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, además tenían el control del lucrativo negocio del oro en Darfur. En octubre de 2021, Burhan y Hemedti dieron un golpe de Estado conjunto contra los civiles. Dos años más tarde, en abril de 2023, se convirtieron en enemigos mortales y arrastraron al país a una guerra total.
Geopolítica de un desastre
El enfrentamiento no puede entenderse sin conocer el papel de las potencias regionales y globales que lo alimentan. Egipto respalda al Ejército de Burhan, temeroso de la desintegración sudanesa y su impacto en el Nilo. Emiratos Árabes Unidos son los principales valedores de la RSF, a la que financian a cambio de oro y combatientes. Arabia Saudí, que usó a las RSF como tropa en Yemen, busca ahora mediar para estabilizar la región. Rusia, a través del grupo Wagner, mantiene acuerdos con la RSF para explotar minas de oro y garantizarse influencia en el Mar Rojo. Turquía y Catar mantienen vínculos con islamistas cercanos al viejo régimen de al-Bashir. Occidente, pese a sanciones y condenas, tiene un papel marginal.
Sudán se ha convertido en un tablero donde se cruzan los intereses del mundo árabe, Rusia, África y Occidente, en una lucha por recursos estratégicos como el oro, el petróleo y el control de las rutas hacia el Mar Rojo.
Dimensión étnica y religiosa
Aunque ambos bandos se presentan como defensores del islam, la religión funciona más como instrumento político que como causa real. El Ejército extrae apoyo de las élites urbanas y de las etnias del valle del Nilo, mientras la RSF se nutre de comunidades árabes nómadas, especialmente en Darfur. Las víctimas más castigadas son las minorías africanas no árabes, sometidas a campañas de limpieza étnica que evocan las atrocidades de principios de los 2000.
El conflicto es a la vez étnico, económico y militar, lo que imposibilita de hecho el construir un Estado sudanés unificado tras décadas de dictadura y exclusión.
La catástrofe humanitaria
Los números son estremecedores: 150.000 muertos desde abril de 2023. 12 millones de desplazados, la cifra más alta del mundo. 17 millones de niños sin acceso a la escuela. 3,2 millones de menores en riesgo de desnutrición aguda. Al menos 24 millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente, casi la mitad de la población.
La ONU y las ONG alertan de que Sudán puede convertirse en la peor hambruna del siglo XXI, si la ayuda no llega y las hostilidades no cesan. Pero la memoria de la fallida intervención en Somalia (conocida película “Black Hawk Down”) pesa en los que tienen que tomar la decisión de actuar.
Un conflicto olvidado, pero importante
Sudán no es un escenario marginal. Su ubicación estratégica, en el corazón del Sahel y a orillas del Mar Rojo, lo convierte en un punto clave para las rutas comerciales, energéticas y migratorias. La inestabilidad sudanesa puede desbordarse hacia Chad, Etiopía, Egipto o el Cuerno de África, ampliando un arco de crisis que va desde Libia hasta Somalia.
Conclusión
El conflicto sudanés está enraizado en la historia. Desde fronteras coloniales mal trazadas con inasimilables divisiones étnicas, hasta crueles dictadores, rivalidades religiosas instrumentalizadas y un Estado débil e incapaz. Sudán es también un reflejo del nuevo desorden mundial, en el que las guerras locales se entrelazan con ambiciones globales y las víctimas se cuentan por millones sin que la comunidad internacional quiera o pueda intervenir eficazmente.
En palabras de Hannah Arendt (escritora y teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense), la indiferencia ante la injusticia no es neutralidad, sino complicidad.
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