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Sin liderazgo

La mayoría de los poderosos caen en la tentación de recurrir al Chivo inocente y expiatorio. En el Día de la Expiación el sumo sacerdote llevaba al chivo al templo, le colocaba las manos sobre la cabeza y confesaba los pecados del pueblo, transfiriendo la culpa al animal sin culpa, que era entonces llevado al desierto y abandonado, desapareciendo con él los pecados y la culpa del pueblo. El objetivo, antes y ahora: utilizar a otros como chivos expiatorios y cabezas de turco para ocultar equivocaciones propias, según resume la Ley 26 de las 48 Leyes del Poder del libro de Robert Greene, y según pretenden el ministro del Interior, Marlaska, y otros ministros y ministras socialistas culpando al PP de lo que ellos han hecho en la Guardia Civil.

“El varapalo del Tribunal Supremo al Ministerio del Interior por la destitución del coronel de la Guardia Civil Diego Pérez de los Cobos supone una desautorización moral implacable de Fernando Grande-Marlaska que lo sitúa en una posición insostenible”, era la primera frase del editorial del diario El Mundo ayer. El coronel Pérez de los Cobos ha sido, tras un larguísimo proceso judicial, el chivo expiatorio que ha logrado escapar del desierto en el que le abandonaron, pero eso no deja de ser una excepción que confirma la regla del uso de personas inocentes para tratar de ocultar las culpas propias, uso muy frecuente entre los políticos.

Una vez más este episodio pone de manifiesto el inmenso daño que nuestro país, España, está sufriendo por causa de los malos, pésimos liderazgos que padecemos, por la falta de líderes que -al menos- asuman la responsabilidad de las consecuencias de lo que ellos hacen u ordenan hacer.

A punto de cumplir 100 años, acaba de publicarse un libro de Henry Kissinger, “Líderes”, con seis protagonistas con los que se codeó y a los que trató: Adenauer, de Gaulle, Nixon, Anwar Sadat, Lee Kuan Yew (primer ministro de Singapur) y Margaret Thatcher. Lo que su sexteto de líderes tenía en común, dice Kissinger, eran cinco cualidades: decían verdades duras, tenían visión de futuro y eran audaces. Pero también eran capaces de pasar tiempo consigo mismos, en soledad. Y no temían ser divisivos.

«El liderazgo», concluye en su libro el experimentado Kissinger, es necesario para ayudar a las personas a llegar desde donde están hasta donde nunca han estado y, a veces, hasta donde apenas pueden imaginar llegar. Sin liderazgo, las instituciones van a la deriva y las naciones se encaminan hacia un creciente irrelevancia y, en última instancia, hacia el desastre». Nadie tiene la obligación de seguir a un líder. Pero ir a la deriva hacia el desastre sin ningún liderazgo –o, peor aún, con un falso liderazgo carente de autodisciplina– parece una idea bastante peor”.

Panorama melillense

Ahora que nos acercamos a las elecciones locales, tras las que se vislumbra una nueva Melilla, muy diferente, en todos los aspectos, de la que hasta ahora ha sido, me viene a la memoria el Gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa es el personaje central de la novela de ese nombre, novela que se incuba en 1860, un año marcado por el “Risorgimento”, movimiento revolucionario que desembocó en la unidad italiana. Era un mundo en convulsión, en proceso de cambio vertiginoso -como ahora- en el que también había -y sigue habiendo ahora- elementos inmutables. De ahí surgió el célebre lema del Gatopardo: “si todo debe cambiar, todo tiene que permanecer”, o “todo ha de cambiar, para que todo permanezca”.

Una frase que nos recuerda la filosofía estoica, que nos recuerda un mundo que no es sólo lo que se ve, lo que aparenta, sino también los legados que el tiempo nos ha dejado. Cómo conjugar cambio y permanencia es el eterno problema de todas las sociedades, aunque unas necesitan más y con mayor urgencia que otras encontrar una solución al dilema. Melilla es, sin duda, una de esas sociedades que lo necesitan mucho, aunque el panorama -con la escasez de liderazgo como telón de fondo- es, para empezar, más sombrío que soleado.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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