Una tarde de domingo, tras pasar el día con mis padres y sus amigos en Los Pinos, alguien decidió que de vuelta a casa yo me fuera con Salvador y Maria Luisa en su coche. Creo recordar era un Lancia. En el asiento de atrás, mirando entre los sillones delanteros observaba atentamente a Salvador conduciendo tranquilamente mientras escuchaba Carrusel Deportivo a través de esas ondas lejanas y metálicas de la onda modulada radiofónica.
Por Víctor Torres Amat
Maria Luisa era una de esas personas que siempre sonreían, siempre, incluso cuando no lo hacían. La recuerdo sonriendo leyendo el Lecturas en la playa de la Hípica, la recuerdo sonriendo hablándole a su madre, sonriéndome mientras hablaba a mi madre de mí, pensando que no me daba cuenta.
Maria Luisa parecía siempre estar alegre, era una de esas personas que irradian felicidad, que emiten ondas moduladas de felicidad a través de sus gestos y palabras, una suerte de carrusel deportivo de felicidad.
Salvador era un hombre de voz profunda y de profundas convicciones, con su voz honda llegaba incluso más allá de la sordera de mi padre, que le sonreía como se le sonríe a un buen amigo, aún no entendiendo la forma de sus palabras, su querido Pablo tenía la certeza de que eran las propias de un viejo amigo.
Yo sé que Salvador miraba un limonero desde su ventana de la calle Jiménez Benhamú .
Sé, desde niño que era empleado de banca.
Sé, desde niño que no tenía hijos, pero tenía sobrinos, gaditanos creo, que a veces pasaban uno días de verano bajo el sol de la Bocana.
Sé que brillaba su mirada cuando recordaba «sus tiempos» y supe, cuando fui niño, que le apasionaba el fútbol.
Tras su chaqueta de punto marrón y su peculiar andar se escondía un buen hombre, silencioso, discreto, fiable, como el motor de aquel Lancia que recuerdo en una lejana tarde de Domingo.