El niño se encontraba haciendo pucheros, en medio de la acera, junto a la pastelería “La Suiza”, en la calle de Castelar “La Cañada”. El anciano tío Antonio, hermano de su abuela materna, vivía con su esposa en el piso superior de esa confitería: “Juanito, solo unos minutos y bajo enseguida, y no me llores, ¡eh!”, le dijo la madre. Los minutos eran, como solía hacer a menudo, los recados de las viandas que necesitaban sus tíos del mercado de la calle Margallo; dejando a su inquieto hijo en el portal, porque éste nunca quería subir; quizás fuera por la severa mirada de la anciana tía. El niño al verse solo, y sin la mano protectora de su madre, los pucheros, y su encabronamiento, eran tan evidentes que muchas mujeres que subían por la calle Murcia, “Cuesta de la Morena”, cargadas con los canastos repletos, procedentes del mercado, lo reconocían, y compadeciéndose de su “orfandad”, lo miraban sonrientes; pero hubo una: la señora Ascensión, que vivía en Castellón de la Plana, acompañada de una de sus hijas, Lucrecia, que nada más verlo ésta, soltó su canasto en el suelo, y de rodillas lo abrazó, acariciándole el pelo rizado de cortos tirabuzones, como protegiéndolo de algún mal, le dijo: “Si me das un beso, y no lloras, te compraré un Pionono ahí al lado”, y comentándole a su madre: “Dónde se habrá metido Mariquita”. Mariquita, así se llamaba la madre “ausente”, que nada más aparecer por el pequeño portal donde vivían sus tíos, lo cogió en brazos y le dio tantos besos, que el niño pasó, en cuestión de segundos, del llanto interno, a la risa juguetona que siempre afloraba en su rostro infantil, cuando estaba en brazos, y a coscoletas, de su madre. Mientras, el anciano tío, con su rostro afable, vestido con su sempiterno pijama, desde el estrecho balcón, junto a su esposa, saludaban con la mano. Hay que decir que el beso, mojado por los lagrimones, fue estampado en la cara de Lucrecia, pero el pastel quedó en tararí que no te vi, porque nadie se lo compró. Pero siempre que el niño, hecho ya hombre, retornaba a Melilla, apenas veía a la señora Ascensión, y a su hija Lucrecia, estampándoles un beso a cada una de ellas les reclamaba aquél prometido Pionono: “Lucrecia aun me debes el Pionono de La Suiza, ¡eh!”. La señora Ascensión sonreía y acariciándole la cara le decía: “So-joío-po-lal-ma, eres clavao a tu padre”. Hace ahora más de sesenta años, el recuerdo de ese niño hacia aquélla buena mujer, y de su hija Lucrecia, es de infinita ternura. También llegó a enterarse que ésta, a mediados de los 40, mientras hacía las labores de costura, lo acunó muchas veces cuando era solamente un bebé. Es que Mariquita y ella fueron buenas amigas y vecinas. Como decía el escritor, y humorista alemán, Jean Paul (1763-1825): “El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados”. Al menos, algunos de nosotros, aún los conservamos intactos, y por eso, para mí éste es grato y feliz. Porque, digo yo: para qué vamos a recordar los desagradables, si para eso ya tenemos a los políticos para amargarnos la vida.
P/D Deben saber que el niño llorón y encabronado, era este que les escribe, y Mariquita, la que me parió. Y en cuanto a las señoras Ascensión y Lucrecia, madre e hija, entrañables amigas y vecinas, de mi familia, sirvan éstas líneas en recuerdo de su memoria.