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Propaganda vs tragedia

Pedro Sánchez en rueda de prensa

Ocurrió el pasado jueves. Los principales dirigentes europeos -Merkel, Macron, Johnson, Von der Leyen…- manifestaban en público su consternación por los atentados de Kabul y reunían a sus comités de crisis. Y mientras tanto, en España, el todavía presidente del Gobierno dedicaba su tiempo a un acto de propaganda en Navalmoral de la Mata, rodeado de una banda de corifeos para amortiguar los abucheos y silbidos con que es acogido en cuanto sale de la Moncloa y su círculo de seguridad.

   No admitió pregunta alguna sobre Afganistán, la subida del precio de la luz, el retraso en la campaña de vacunación o las alarmantes cifras de muertos por la pandemia, en las últimas semanas. Antes se llamaba a eso la política del avestruz. Debería empezar a llamarse la política de Pedro Sánchez.

   Este Gobierno no da más de sí. El supuesto mago continúa en el escenario, pero el público ya conoce sus trucos. Las iniciativas que algunos llaman “ideológicas”, destinadas a polarizar la sociedad en dos bandos, buenos y malos, están condenadas al fracaso. Ni siquiera dividen a los ciudadanos, porque la gran mayoría las considera unos disparates sin sentido. El rebaño de la actual mayoría disminuye dada mes, según indican todas las encuestas no oficiales, y la posibilidad de que vuelvan a ganar resulta muy improbable. En términos políticos el ciclo del sanchismo ha terminado, como ya se comprobó en la Comunidad de Madrid, en las elecciones del pasado 4 de mayo.

   La gente ha decidido reemprender su vida con la mayor normalidad posible, como se ha visto en un turismo nacional masivo que ha salvado este verano la hostelería. Los españoles actúan al margen de su Gobierno e ignoran unos mensajes que saben manipulados, cuando no mentirosos.

   En este sentido la crisis de Afganistán ha tenido un elemento positivo. Cuando las cosas se ponen serias no hay espacio para tonterías y parece que hubieran puesto un bozal a los ministros más empeñados en meter la pata o efectuar declaraciones extravagantes. Su condición moral se ha puesto de manifiesto en que ni siquiera ha habido una condena de los talibanes por parte del feminismo oficial. Tampoco los activistas culturales de izquierda han protestado contra la nueva prohibición de la música, que ya estuvo en vigor antes de la ocupación norteamericana en 2001.

   Después de veinte años, la política de los Estados Unidos ha sido nefasta, sin paliativos. Ha inducido a millones de afganos al exilio: en avión o incluso a pie a los países vecinos. Para más de 15 millones de mujeres la situación es de una crueldad extrema, como ya lo era antes de que los ejércitos de una docena de países se desplegaran en el país. Aunque algunos quieran remontarse a los tiempos de Alejandro Magno, los afganos no son distintos del resto de los habitantes del planeta: aprecian la libertad y rechazan la opresión. En muchos sitios y desde siempre existen minorías que buscan ocupar el poder para someter a la mayoría, pero su fracaso político y sobre todo moral les acompañará siempre. El ser humano despliega sus mejores capacidades cuando tiene libertad de iniciativa y lo contrario genera miseria.

   No es cierto, en fin, que la intervención de la OTAN tuviera como única finalidad acabar con la base principal del terrorismo islamista. En la práctica lo que más hicieron los soldados europeos y norteamericanos fue mejorar las condiciones de vida de la población: desde la liberación de la mujer a la educación, la sanidad y las infraestructuras básicas. Cuando las tropas españolas llegaron a Herat sólo el 20 por 100 de la población tenía agua corriente. Hoy disponen de ella el 70 por 100. Ese balance, sin la menor duda positivo, es el que estaba detrás del emocionante reclamo, con banderas españolas y lazos rojos, que familias afganas enteras, en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, rogaban sitio en los aviones del Ejército del Aire. Gritaban “¡España, España!”. Era lo mismo que gritar libertad. 

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Miguel Platón

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