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Moll de Alba: La muerte en un abrazo (II)

… A quienes así piensan les domina la idea de la «razia», del botín. De cada harca enemiga, de cada cabila y de cada aduar, surgen pequeños grupos capitaneados por el más ambicioso que, dejando la guerra a un lado, atacan y asaltan para robar, libres del control de sus propios mandos. Por desgracia, estos grupos son cada vez más numerosos y en ellos encuentra el Ejército, durante sus movimientos, el enemigo más encarnizado y peligroso.
El 10 de diciembre de 1924 la guarnición de Zoco Arbaa recibe orden de replegarse aquella misma mañana sobre Taranes. Para ello, la columna debe recorrer una distancia de unos 25 kilómetros, siguiendo las sinuosidades de una pista trazada entre montañas, con grandes promontorios de rocas y una vegetación que se presta a emboscadas. A la espalda de Zoco Arbaa se extiende la sierra, con sus enormes bosques de quejigos y alcornoques, poblados por rebaños de cabras que se adueñan del monte en su salvaje libertad.
En el campamento de Zoco Arbaa todo está listo desde las primeras horas de la mañana. Todo se ha recogido con orden y calma y se cuidan los más mínimos detalles, según las normas dadas a cada unidad. Designados los servicios de vanguardia, de flanqueo y de retaguardia, se concreta la hora de salida, que será la de media mañana.
La columna tiene una dotación de camiones blindados y el sargento de ingenieros José García Marcos es jefe conductor del blindado número 6. Se le da la misión de proteger y cubrir la retirada.
-Tan pronto termines de desayunar, ven a verme dice el sargento al cabo segundo jefe. El camión del sargento García Marcos tiene una tripulación de nueve hombres, todos armados con fusil. Lleva además dos ametralladoras. Su mayor defensa y protección radica, no obstante, en el blindaje, que le pone a salvo de los disparos fusilería enemiga. Completa la dotación del de blindado número una caja de granadas de mano, asignada como reserva.
El cabo no tarda en presentarse al sargento García Marcos.
-Vamos a revisar el camión. -¿Es que ha observado algún, fallo, mi sargento?
-No. Pero nosotros tenemos que cubrir la retaguardia de la columna hasta Taranes y es necesaria una revisión a fondo. Vamos a poner todo a punto, porque creo que no tardaremos en salir. -¿Quiere que avise a los demás, mi sargento?
-Bueno. Diles que cuando terminen de levantar la tienda y recoger las cosas, que vengan todos para acá. Mientras tanto, comprueba el depósito de combustible. Llénalo a tope, que yo voy a revisar el motor. Poco después, los nueve hombres tienen ya todas, sus cosas en el camión. El sargento pasa revista al armamento, comprueba el perfecto estado de las dos ametralladoras, se cerciora de que cada soldado lleva los 250 cartuchos de su dotación individual y dice, a uno:
-Tú te haces cargo de la caja de granadas de mano y de los 3.000 cartuchos de ametralladora y fusil que van en las otras dos cajas, serás el responsable de ellas durante todo el viaje. A mediodía ya no queda nadie en Zoco Arbaa. Curiosos y pacificas los musulmanes del poblado se aglomeran para ver partir a las unidades. Los niños, en su afán de encontrar algo útil para ellos, rebuscan por el sitio donde estaban las tiendas de campaña de los soldados y se contentan con recoger alguna vaina vacía o trozos de pan duro. Tiritando de frío, en su mirada transmiten la pena que les produce aquella marcha. Hay calma y nada hace prever el más mínimo incidente. Desde hace bastantes días la harca enemiga no da señales de vida. De las montañas de Anyera, algunas con nieve, parece que la guerra se ausentó para siempre
La tripulación no claudica
El camión blindado número 6 marcha sin novedad en el último lugar de la columna. Los nueve soldados de la tripulación van alegres y entre ellos se hacen apuestas, pues mientras unos dicen que van al campamento de Ben Karrich, otros aseguran que su destino es Tetuán. El sargento, atento al volante, no hace comentarios A su lado se sienta el cabo segundo jefe. Todo marcha bien. Sin novedad.
Aproximadamente cada media hora el sargento detiene el camión durante unos minutos para dar tiempo a que la cola de la columna se aleje un poco, y así, además de ir el motor descansado, se evita la marcha demasiado lenta, que exige un constante abuso de la “primera”. En cada parada los soldados bajan, fuman un cigarro, aprovechan para llenar el radiador de agua y para gastarse bromas unos a otros. -En mi pueblo dice uno- uno añorando- celebran ahora las fiestas de la matanza. -¿Qué dices? ¿La matanza de qué? –pregunta otro.
Mira éste. De qué va a ser… pues del cerdo. Es la fiesta de más «sabor» de mi pueblo que se celebra desde muy antiguo. Antes, cada casa que hacia matanza daba la prueba a los demás vecinos. Recibía tantas «pruebas» como daba y al final todo quedaba compensado.
Ahora, desde hace bastantes años, ya no es así; el domingo antes de Navidad, que viene a coincidir con la mayoría de las matanzas, las «pruebas» se entregan a una comisión de mozos que cada año se renueva. y ese día se hace una fiesta, que se llama la fiesta de las “pruebas», en la que participan mayores y niños, aunque son los jóvenes los que salen ganando, porque al final hay un gran baile, después de comer y beber bien, durante el cual las parejas «prueban» fortuna en el amor. Este año me tocaba a mí ser de la comisión.
Pues dí que te manden las “pruebas” de los chorizos aquí, y verás que buenos festejos hacemos. Esta vez la parada se prolonga más de lo normal. El sargento y el cabo examinan el motor del blindado y a los soldados les pareció ver a ambos muy preocupados.
-Tenemos que echar una mano, mi sargento? -No hace falta. Pero no os alejéis de aquí, por si acaso. EL motor tiene una avería y no quiere arrancar. Vamos a ver si damos con ella y podemos marchar.
La cola de la columna, mientras tanto, se había alejado. Empieza a oscurecer y la falta de luz dificulta el trabajo de reparación. Tres musulmanes que dicen ser trabajadores de un horno de carbón vegetal se detienen allí y observan cuanto sucede. Al marchar no lo hacen siguiendo la pista, sino que tuercen por un sendero de la izquierda que conduce al monte. El sargento los ve internarse en el sendero y exterioriza su preocupación preguntándose: ¿A dónde irán esos por ahí?
Una hora más tarde llega la respuesta. Desde unas rocas situadas a unos 80 metros, un grupo de harqueños grita: -Harca matar a todos si no entregar fusiles.
Nadie tomó en serio aquella sorprendente e inesperada amenaza.
-¿Cómo decís?- preguntó en tono de burla el sargento.
Y la respuesta fue una descarga. El sargento no se inmuta. Con naturalidad, como si se tratara de un incidente sin importancia, se limita a dar órdenes:
-¡Todos al camión! Dejemos que se acerquen; aquí nada tenemos que temer.
No hay nerviosismo entre la tripulación del blindado. Por mera preocupación los nueve soldados esperan con el fusil cargado. Después de diez minutos suena otra descarga y algunas balas rebotan sobre el blindaje. Un soldado hace ademan de disparar, pero el sargento le grita: -¡Quieto! Aún no debemos disparar; ¿no veis que es imposible hacer blanco? Cuando se acerquen más dispararemos con las ametralladoras sólo para demostrarles que las tenemos y en buen uso. Ellos temen mucho a las ráfagas y es posible que después nos dejen tranquilos. La tercera descarga de los harqueños fue más numerosa y desde más cerca. El sargento había ya mandado apuntar las dos ametralladoras hacia la dirección de las rocas donde estaban los asaltantes, y como respuesta inmediata ordenó hacer fuego. La medida fue eficaz, pues durante toda la noche no volvieron a dar señales de vida. Sin posibilidad de continuar la reparación de la avería, el sargento toma la decisión de permanecer allí hasta la mañana siguiente. -Nos quedamos aquí -dijo el sargento resuelto-. Pero sabed que nuestra vida depende de la vigilancia. La escucha atenta, sin ver nada. ¿Hay alguno que tenga miedo? -¿Miedo desde un blindado? No, mi sargento. Ninguno tenemos miedo. -Bueno, pues a estar atentos. Nos dividimos en dos turnos y mañana veremos lo que pasa. La noche transcurre sin novedad. El 11 de diciembre amanece muy pronto para los nueve hombres del blindado número 6. Los fusiles enemigos le anuncian el día desde sitios diferentes. En cada peña, detrás de cada árbol hay un harqueño que se esmera en afinar la puntería. -Cada vez suenan más cerca mi sargento. El sargento García Marcos piensa en todo y comprende el peligro que aquel cerco supone, teniendo en cuenta que sus hombres no tienen libertad de acción. -Es necesario salir del blindado uno a uno. Ahí que se queden sólo los de las ametralladoras. Los demás tenemos que situarnos en círculo, bien parapetados, de forma que no sólo no les dejemos acercar, sino que cada disparo nuestro le cause una baja.
Después de un incesante tirotea que dura ya dos horas, el número de harqueños aumenta. Todos tienen los ojos puestos en el blindado y da la sensación de que no marchará ninguno hasta que puedan obtenerlo como botín. Utilizando bombas de mano, los moros intentan el primer asalto al camión. Las dos ametralladoras los rechazan con muchas bajas, pero a las primeras de cambio dos soldados resultan heridos de gravedad.
Durante la tarde, dos nuevas intentos ponen a prueba el valor de la decidida tripulación. Ahora ya es una harca entera la que ataca. Eso enardece aún más a los tripulantes, animados por los mismos heridos. En el último instante hay dos bajas más en el blindado. Cuando anochece, se calma el tiroteo. El sargento reserva las granadas de mano para el temido ataque nocturno y gracias a ellas, antes de amanecer, rechazan dos nuevos intentos de asalto. El día 12 las cosas siguen igual. -¡Muchachos! -dice el sargento-; mientras tengamos munición seremos invencibles. No podemos malgastar ni una bala.
Los intentos de asalto se suceden con más frecuencia. La munición se consume con tal velocidad que, de seguir así, no podrán resistir muchas horas más.
Durante toda la tarde presiona furiosamente el enemigo. Al anochecer, la tripulación del blindado agota las granadas de mano y los cartuchos de ametralladora. Sin munición para defenderse, sin nada que comer, con cuatro heridos que se agravan por momentos, y a los que no se les puede prestar auxilio, la situación se hace insostenible.
-Dentro de una hora marchamos -dijo el sargento-. Nos vamos a pie, aprovechando la oscuridad. Nos turnaremos para llevar a los heridos. Vamos a inutilizar las ametralladoras y el motor del camión. Dejamos los fusiles, porque no podemos cargar con ellos, pero escondiendo los cerrojos en sitio seguro, donde los encontremos al volver. Se deslizan silenciosos por la maleza del borde de la pista. Hay calma, una calma que asusta y da valor al mismo tiempo. Mientras hacen los preparativos de la marcha, inutilizando las armas y el blindado, no se les oye respirar. Temen en ese momento les sorprenda otro intento de asalto, cuando ya nada podrían hacer. Mientras marchan van escondiendo los cerrojos.
-¡De prisa!- dice el sargento a media voz. Han caminado unos tres kilómetros. La harca inicia un nuevo ataque al camión. Los nueve hombres se han apartado de la pista y suben por el monte, en medio del bosque, para evitar sorpresas. De los cinco hombres, sólo uno descansa; los demás llevan otros tantos heridos. A veces los heridos intentan caminar por su cuenta, pero no pueden. Cada poco tiempo, el soldado que descansa releva a uno de sus portadores. A su espalda oyen los disparos que los harqueños siguen haciendo sobre su blindado. Poco después, aún pueden percibir un enorme griterío, mezcla de gritos de guerra y júbilo, en los que la harca simboliza el asalto final. Después, un silencio total. Ni disparos ni gritos. La harca acaba de recibir ahora su mayor desilusión -dice, el sargento.
Seguramente vendrán por nosotros, debemos damos prisa. Ahora nos matarían sin compasión. Caminan en silencio. La humedad del terreno por las recientes lluvias deja muy señaladas las huellas. Pero eso no lo pueden evitar.
-Vamos, de prisa! -anima el sargento. A lo lejos, detrás, oyen unos gritos. Son llamadas, mi sargento, son llamadas que hacen los de la harca que han asaltado el blindado.
-¿Y por quién van a llamar? -No lo sé pero llaman a alguien, avisan a alguien.
-¿Por qué no nos apartamos más de la pista? Es casi seguro que nos persiguen.
Siguieron caminando como una media hora, con los heridos a cuestas, por entre malezas y peñas. -Pronto estaremos salvados! Minutos después, cuando intentaban saltar un pequeño arroyo, veinte harqueños armados les detienen. Posiblemente no eran los del asalto al blindado, sino otros a quienes aquellos gritos avisaban. En el momento de detenerlos hubo discusión entre los harqueños. Unos querían matarlos allí mismo y otros preferían llevarlos prisioneros para obligarles a entregar las armas. Al fin, les perdonan la vida, pero les llevan prisioneros al Rif. Cuando inician el camino de su cautiverio, el sargento García Marcos les anima a todos y les dice: -Ahora es cuando tenemos ocasión de demostrar que somos españoles.
Y lo demostraron. Durante el cautiverio no hubo en ellos ni un segundo de claudicación o flaqueza. Todos se portaron como valientes. Al liberarlos, los soldados declaran unánimes: -Todo se lo debemos al sargento García Marcos. ¡Nunca hemos visto un hombre más entero ni más español!

El abrazo de un padre
En Ain Yir hay preparativos bélicos la mañana del 13 de diciembre de 1924. El 1º batallón del regimiento de Infantería Ceuta nº 60 recibe orden de hacer un reconocimiento ofensivo hacia Zoco Telata de Anyera para evacuar a sus defensores y a los de la pequeña posición de Tuila. Para cumplirlo, salen de Ain Yir los 200 hombres del batallón, a las dos y media de la tarde. El teniente coronel don Sebastián Moll de Alba, jefe del batallón, es un hombre ordenado y meticuloso. Preve los más mínimos detalles y toma las máximas precauciones, pues las confidencias son muy contradictorias, y mientras unas aseguran que el paso está libre, delatan otras una conjura de todos los poblados de Anyera, los cuales se suman ya a la harca que tratará de impedir la evacuación de las tropas de Zoco Telats y Tuila, posiciones sometidas a un asedio constante, con muchos heridos que no pueden curar por falta de medicamentos. Ambas están en una situación muy crítica par carecer de víveres y municiones. De Ain Yir a Zoco Telata hay unos 15 kilómetros. E1 batallón del teniente coronel Moll de Alba cuenta con la protección de la harca amiga de Ben Alí, encargada de protegerles durante los seis primeros kilómetros a partir de Ain Yir, sus hombres, buenos conocedores del terreno, jalonan la pista y ocupan las alturas dominantes para evitar que el enemigo pueda tirotear desde ellas a los soldados de la columna.
El teniente coronel distribuye funciones de acuerdo con la misión a ejecutar. El capitán don José Anglada España marcha en vanguardia con su compañia, y ésta a su vez se protege con un servicio de extrema vanguardia que corre a cargo de la sección del teniente don Julio Salón Sánchez, quien destaca al sargento don Bernabé Rodríguez Frias para asegurar con su pelotón el reconocimiento y flanqueos por el eje de marcha. El capitán don Conrado Alvarez Holguín manda el grueso de la columna y lleva a sus órdenes a los tenientes don Reyes de la Cámara Ramas, don José García Sánchez y don Jesús Calero Escobar.
El teniente coronel Moll de Alba marcha en el centro, entre la vanguardia y el grueso; le acompañan el capitán médico don Federico Arteaga Pastor, el alférez ayudante del batallón don Luis Moll Garriga, seis soldados de la plana mayor y un soldado de Ingenieros con un portátil para poder comunicar las incidencias de la marcha a la base de partida en Ain Yir. El camino de Ain Yir a Zoco Telata de Anyera se abre paso por entre colinas rocosas que sirven de base a los promontorios de la sierra de Anyera, poblada de bosques milenarios. De cuando en cuando las, vanguardias de Ben Ali se acercan a la pista y dan paso libre a la columna…

(Continuará)

José Antonio Cano

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