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Melilla

Te la encuentras debajo de repente, tras poco más de media hora de mar de azul muy intenso y cinco minutos de suave aproximación cruzando una árida península limitada por calas de acceso imposible y destartaladas edificaciones de techo plano sobre bloques de ladrillo gris, cuyo inexistente urbanismo y aparente abandono parecen confirmar los prejuicios que llevas alimentando en tu cabeza toda la semana, desde que te dijeron que tenías que ir y aquello te sonó como si te estuvieran mandando a la guerra o a cualquier otro lugar todavía mucho peor.
Sonríes para tus adentros, todavía algo escéptico, mientras recorres sosegadamente los escasos quince metros que separan la escalerilla de la terminal y agradeces que esa intensísima luz anaranjada cargada de aromas que desconoces pero que no te desagradan, vaya calentando progresivamente tu espalda, hasta que subes al Mercedes destartalado con el que un taxista de rasgos morunos y que habla un castellano al que estás poco acostumbrado, te conduce en menos de diez minutos hasta la puerta del hotel más céntrico de la ciudad, pagando por la carrera lo que en Barajas te hubieran cobrado por la bajada de bandera.
A partir de ahí, ya es cuestión exclusivamente tuya. Solamente tú decides si durante esa breve y programada estancia te van a entrar ganas de investigar y sobre todo si vas a tener voluntad de comprender. Pero sobre todo observa y en cuanto tengas ocasión, pregunta. Pregunta a todos, sin pelos en la lengua, sin reparar en si llevan chilaba gris hasta los pies o americana azul al estilo de los ejecutivos más pijos de la otra orilla, barba tupida de más de un puño o kipà negra para disimular la calva, vertiginosos escotes que perfilan apetecibles formas o kandoras rectangulares en tonos chillones que igualan siempre por abajo las injustas diferencias estéticas por las que a menudo se juzga a las mujeres.
Solamente así te sorprenderá conocer que a pesar de la que está cayendo últimamente en España con toda esa egoísta patulea nacionalista acostumbrada a manipular cínicamente las tradiciones y la lengua autóctona para justificar sus objetivos políticos, haya un rincón en el norte de África donde desde hace quinientos años miles de españoles se expresan habitualmente en su idioma, el rifeño o tamazight, que incomprensiblemente no es todavía lengua cooficial del Estado y acuden regularmente a la mezquita sin pedir por ello un trato de favor o chantajear sistemáticamente al gobierno de turno, a la vez que exhiben orgullos sus Dnis en los que apellidos tan tópicos como Mohamed o Hassan, sorprenden todavía al despistado peninsular.
El resto ya vendrá después de pasear entre edificios modernistas que no tienen nada que envidiar a los de Barcelona, a la vez que compruebas que a la tapa que acompaña esa cerveza helada que te acabas de pedir tampoco le hace sombra la que te podrían haber puesto en cualquier bar de Granada, o que esa ración de exquisitas almendras tostadas que amablemente te ofrece ese vendedor ambulante dentro del mismo local, no es un aperitivo gentileza de la casa sino que cuesta dos euros, aunque el gasto finalmente merezca claramente la pena.
Es solo entonces, después de dos o tres días de incorporación progresiva cuando empiezas a cogerle la gracia a la cosa y envidias en secreto a esos matrimonios donde ambos miembros son funcionarios, como casi todos allí y te enteras que además cobran un plus salarial de residencia y que a la Fati, que cruza cada mañana la frontera de Farhana para prepararles la comida y dejarles la casa como los chorros del oro, le pagan en unos euros que al otro lado de la valla multiplican por diez su valor adquisitivo, esbozo visible de una particular conjetura económica que difícilmente entenderían los cuatro pichafría que deciden estas cosas en Bruselas, gracias a la cual, toneladas de productos frescos de primera necesidad pasan de África a Europa cada mañana a lomos de mulas de carga humanas a las que apenas se ve bajo esos enormes fardos de plástico, al igual que, en sentido opuesto, otros desheredados sacarán provecho en el tercer mundo de todo aquello que los europeos tiramos al contenedor de la basura por considerarlo inservible.
No sabes bien porqué, pero al subirte al mismo Mercedes destartalado que te recoge de vuelta escasos treinta minutos antes de que despegue el vuelo de regreso hacia tu ahora algo menos idealizada península, te invade una suerte de nostalgia que, al sobrevolar rumbo al norte esa copia exacta de lo que La Manga debió ser hace ahora sesenta años, identificas con aquella mujer que se dejó amar esa cálida noche de verano de tu más tierna adolescencia y de la que jamás volviste a saber nada, pero con la que desde entonces has seguido soñando en secreto todos los días de tu vida.
Miguel Arenillas Girola, perito del Consorcio de Compensación de Seguros, visitó por primera vez Melilla a finales de enero del 2016, para valorar los daños del terremoto

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