Eso ocurre. Tememos la muerte, pero todos la tenemos muy lejana, por eso, cuando nos enteramos de que Fulana o Mengana (¿Por qué hay que decir siempre que Fulano o Mengano?), se ha muerto de pronto, nos acude un pavor que nos intranquiliza como si nos fuera a ocurrir a nosotros también, ya que nadie se encuentra libre de un desenlace urgente.
Y dejamos de fumar, de comer grasas, de beber en exceso. Dejamos de todo aquello que nos gusta y creemos que atenta contra nuestra salud, dando más importancia a nuestra salud, que a nuestros deseos. Y hacemos paseos, footing. Dormimos más, ambicionamos menos, y es entonces cuando vemos, que la muerte no es tan mala como suponemos, pues sin saber en realidad como es, ya que el que la conoce no viene por aquí a contar nada, al menos con sólo pensar en ella nos ayuda a llevar una vida más saludable.
Eso da que pensar. Si la muerte no existiera, ¿qué seriamos sin freno que reprimiera nuestras apetencias de sentidos? No es tan mala la muerte si la comprendemos. Si sabemos darle una razón de vida. Porque la muerte, no es anularnos, es más bien ayudarnos a engrandecernos. A superar precisamente, todo aquello que es inútil e inservible en nosotros mismos. La muerte es algo incomprensible, que nos impone una conducta a favor de nuestra vida. Es una aliada de nuestra propia existencia. Lo que ocurre, es que limitados en unas apariencias, nos reducimos en unas realidades. Morir, es nacer. Todas las religiones llevan este canto consigo, como un triunfo de la dignidad humana. De los auténticos valores de la vida. Muerte y vida van unidas en sí precisamente para destruir del ser, aquello que no es ni muerte ni vida, sino un torpe embrutecimiento primario, donde sólo los instintos prevalecen, adormeciendo las partes sobrenaturales de la eternidad.
Buenos Días y …’¡a vivir que son tres días!
