Por Gonzalo Fernández
Arthur H. Vandenberg, senador estadounidense, dijo al poco de acabar la Segunda Guerra Mundial (1947): “La política partidista debería detenerse en la orilla del agua”.
Desde entonces, el llamado “vínculo transatlántico”, la estrecha cooperación entre Europa y Estados Unidos, también o sobre todo en defensa, ha sido el eje sobre el que ha girado la seguridad, la prosperidad y la identidad política de Occidente. Recientemente, sin embargo, esa alianza que nació como un compromiso moral entre naciones con los mismos valores y se consolidó como un proyecto estratégico, parece enfrentarse a una transformación profunda. ¿Estamos ante una posibilidad de ruptura real, o ante un cambio inevitable de un lazo que, ahora, parece que no se sostiene por ideas, sino por interés?
Del Plan Marshall a la Alianza Atlántica
El vínculo transatlántico nació de la destrucción ocasionada por la Segunda Guerra Mundial. Con el Plan Marshall (1948), Estados Unidos no solo impulsó y financió la reconstrucción de la economía europea, sino que creó un modelo político y económico basado en la cooperación, la apertura comercial y la defensa compartida de la democracia liberal. Aquella ayuda, que hoy equivaldría a más de 150.000 millones de dólares, no fue un gesto desinteresado, sino una inversión en estabilidad, una forma de contener la expansión soviética y de abrir mercados al poder industrial norteamericano.
Un año después, en 1949, se firmó el Tratado del Atlántico Norte, origen de la OTAN. El Artículo 5 consagró la idea de seguridad colectiva al afirmar que “un ataque contra uno será considerado un ataque contra todos” y, como consecuencia, Estados Unidos consolidó su liderazgo político y militar sobre Europa Occidental. Desde ese momento y durante toda la denominada Guerra Fría, la alianza atlántica fue un escudo frente al comunismo y una expresión del mundo libre. El éxito del plan significó prosperidad económica y contención militar. Pero también se construyó una dependencia que, en el siglo XXI, empieza a volverse incómoda.
El largo declive del consenso atlántico
En los años 90, tras la caída del Muro de Berlín, se pensó que el «vínculo transatlántico» había perdido buena parte de su importancia, al considerarse que la amenaza rusa había desaparecido. Estados Unidos se enfocó en el Pacífico y en Oriente Medio, mientras que Europa lo hizo en su integración interna, específicamente en el fortalecimiento del euro y la expansión hacia el este. Las intervenciones de la OTAN en los Balcanes, Irak y Afganistán mostraron su eficacia militar, pero cada vez menos cohesión en lo político.
La primera administración Trump ocasionó las primeras fisuras significativas, al considerar a la OTAN más como un contrato de prestaciones que como una comunidad de valores. Esa visión transaccional supuso un cambio crucial, ya que negaba un cierto grado de automatismo en las decisiones a tomar para la defensa europea. Cuando Macron habló sobre la “muerte cerebral” de la OTAN, en 2019, no era tan solo una provocación francesa, sino un acertado diagnóstico de la situación.
La pandemia de COVID, la invasión rusa a Ucrania y las tensiones comerciales han acelerado el debilitamiento del vínculo. Europa se ha hecho consciente de su dependencia energética y militar; Estados Unidos, de su fatiga como gendarme del mundo occidental. Ahora no hay entre ambos tan solo un océano, sino también una creciente diferencia de prioridades.
El nuevo vínculo atlántico se basa en la conveniencia pragmática. Estados Unidos exige a sus socios europeos un esfuerzo mayor en defensa —el ya célebre objetivo del 2 % del PIB, que se dirige ahora hacia un 5 % total en la próxima década— mientras Europa habla, con poca convicción, de “autonomía estratégica”.
Las declaraciones recientes del presidente Trump, poniendo en duda la protección de países que no alcancen los objetivos presupuestarios, han reabierto un debate impensable hace veinte años: ¿respondería Estados Unidos decididamente ante una agresión rusa en el Báltico?
A pesar de las dudas políticas, la OTAN se ha revitalizado militarmente. La guerra de Ucrania ha impulsado el rearme europeo, la cooperación en inteligencia y la coordinación industrial. Europa, que durante décadas delegó su seguridad, empieza a comprender que su supervivencia exige más voluntad y menos retórica. La disuasión, como la moral, depende más de la credibilidad que del presupuesto.
Los agrietados tres pilares de la OTAN
El vínculo transatlántico se sostuvo sobre tres pilares: seguridad, economía y valores.
El principio de seguridad compartida implica un aumento del gasto, pero la cohesión moral disminuye. Los europeos hablan de autonomía; los estadounidenses, de reparto justo de cargas. Ambos tienen su parte de razón y, por eso, el desencuentro persiste.
La existencia de una economía abierta dentro del bloque ha dado paso a una nueva visión económica en la que EE. UU. prioriza la relocalización industrial dentro de sus fronteras y la protección tecnológica frente a China. A lo que la UE responde con subsidios verdes y políticas industriales propias. La cooperación económica sigue tan solo parcialmente viva.
La erosión moral es el mayor peligro. Populismos, polarización y crisis de identidad han debilitado el relato del “mundo libre”. El liderazgo norteamericano ya no se percibe como ejemplar y Europa se encuentra dividida entre norte y sur, entre democracias sólidas y autocracias internas. El vínculo moral que unía ambos lados del Atlántico se ha vuelto condicional, transaccional.
Escenarios para una década decisiva de la OTAN
En el horizonte inmediato se perciben tres escenarios posibles.
Una nueva definición de la cooperación, en la que Europa incrementa su gasto militar y se coordina mejor en armamento e inteligencia. Y las tensiones comerciales se gestionan, no se agravan. El vínculo se hace menos idealista, pero más funcional.
O bien una cierta autonomía conflictiva, donde Europa acelera su defensa industrial y busca margen político frente a Estados Unidos. Estados Unidos, centrado en China, reduce su atención a Europa. La alianza sobrevive, pero el automatismo político desaparece.
También es posible que se llegue a una ruptura controlada, escenario en el que una fuerte crisis electoral, energética o militar provoca un desacuerdo explícito entre ambas orillas del océano. Estados Unidos retira parte de su apoyo y Europa responde buscando la autonomía, aunque sea parcial. La OTAN se mantiene como marco, pero se vuelve intermitente en cuanto a cooperación.
Lo que está en juego
La fuerza del vínculo trasatlántico no residía en el dinero o el armamento, sino en la convicción de que libertad, democracia y responsabilidad eran causas comunes.
Europa debe asumir que la seguridad tiene un precio que ya no puede delegar; Estados Unidos, que su liderazgo no se mide solo en presupuesto militar, sino en ejemplo político. Si el vínculo se mide como una cuenta de resultados, perderán ambos. La alianza nació de una convicción moral: que la paz y la libertad eran inseparables. Si esa convicción se diluye, nada bastará.
Conclusión: Reparar el puente mientras se cruza.
El vínculo transatlántico nació como un acto de fe en la libertad y se sostuvo como un pacto de hechos. Su ruptura no es inevitable, pero el cambio sí lo es. Europa y Estados Unidos solo seguirán unidos si vuelven a compartir algo más que intereses: una visión moral del mundo.
Porque el Atlántico no debe ser una frontera geográfica, sino un vínculo de libertad, confianza y visión de futuro. Y si ese vínculo desaparece, no habrá ejército ni tratado capaz de reconstruirla.
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