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El señor formal

Por Severiano Gil

Déjenme que les cuente.
En la España de finales de los Setenta, hubo un señor de aspecto bonachón, ademanes pausados y exquisita educación, que, a sus sesenta y un años, accedió a la Alcaldía de Madrid, nada menos, aunque ya se había distinguido, un año antes, por ser el autor del Preámbulo de la Constitución española, redacción asignada sólo a plumas privilegiadas de reconocida habilidad literaria.
Era catedrático de Derecho Político en la Complutense cuando, en 1965, y por significarse con las Asambleas Libres de estudiantes, fue privado de su cátedra y expulsado de la Universidad, por alentar a los estudiantes a efectuar altercados subversivos, de donde se exilió a los Estados Unidos para impartir sabiduría en Princeton y Bryn Mawr. Desde 1974, comenzó a intervenir de un modo más directo en la política española, que ya tomaba medidas para encarar la etapa posterior a la muerte del general Franco, y, además de en otras formaciones políticas, intervino en la creación del Partido Socialista Obrero Español, de quien se le considera uno de sus fundadores.
A Enrique Tierno Galván, de quien ya muchos habrán adivinado que se trataba, se le conocía con el apelativo cariñoso de “El viejo profesor”. Vestía impecablemente de traje cruzado, era de ademanes suaves, verbo ponderado y humor chispeante; y su vuelta al escenario político confirmó que algo estaba cambiando en aquella España que se despedía de toda una época.
Verle, pues, encaramarse en las altas instancias que suponía acceder a la Alcaldía de la capital de España, fue todo un símbolo para quienes, sedientos de libertad política y social, especialmente los jóvenes, aclamaban al Viejo profesor cada vez que aparecía en un acto público y empatizaba con las nuevas generaciones al utilizar su propio léxico, mostrarse permisivo con cualquier tipo de conducta y jalear las ganas de bulla tan largo tiempo reprimidas no solo por los corsés políticos, sino por una sociedad en general que se resistía a cambiar de la noche a la mañana.
Todavía circulan vídeos en los que se le ve alentando a los jóvenes en la inauguración de un concierto de rock, haciendo breve su presencia para no importunar y acabando de enloquecer a sus seguidores al grito de: “roqueros: el que no esté colocao, que se coloque”, lo que, en argot de la época venía a decir que la fiesta no estaba completa si la gente no se metía algo para estimular el paladeo de aquella suerte de felicidad recién estrenada.
Y le hacían caso, y le aplaudían, le vitoreaban y, lo que era más significativo, le respetaban. Los medios de comunicación privilegiaban sus entrevistas, y procuraban airear a los cuatro vientos aquellas salidas tolerantes, que demostraban qe no todos los vejestorios tenían tendencia al conservadurismo alcanforado.
Era todo un ejemplo.
Y, por supuesto, aquella postura que, de inmediato, otras muchas autoridades se apresuraron a imitar –buscando el aplauso y la sonrisa sin los cuales no podrían vivir— marcó un norte y una guía para quienes discurrían por el trepidante proceso de transición político-social de aquellos años. Aunque nunca pudieron igualársele, ninguno de ellos, en su maestría a la hora de redactar bandos municipales cargados de humor e ironía, al conectar con tanta facilidad con jóvenes y ancianos y de hacer de su figura un referente dentro y fuera de las fronteras españolas.
Aparentaba ser una buena persona y, al decir de muchos que lo conocieron, lo era; por eso prefiero pensar que, aun tratándose de una mente preclara, él mismo no era consciente de aquello que alentaba, y sería miserable por mi parte sostener que tuvo parte de culpa en el ambiente de permisividad desbocada que acabó arrojando a tantos y tantos en brazos de aquella lacra social de las drogas que, entre finales de los Setenta y todos los Ochenta, asoló el panorama ciudadano español.
Coincidía, además, que poco o nada se sabía de este fenómeno, ni de las medidas de protección ni las terapias apropiadas. Todos estaban perdidos, sin saber cómo hacer frente a aquel infierno en el que era tan fácil entrar, para no poder salir. Por su lado, las familias se debatían en la necesidad de no mostrarse duras en exceso y, a la vez, tratar de impedir la caída en sima tan oscura, y aquella juventud que explosionaba a la libre alegría de vivir tardó en discernir lo adecuado que podría ser, o no, hacer caso de aquel aliento dicharachero de “ponerse” para mejor disfrutar de lo que, hacía tan poco, estaba prohibido.
Costó muchas vidas, miles de vidas atrapadas sin salida; y decenas de miles de parientes y cercanos que tuvieron que saborear la amarga realidad del día a día con un drogadicto. La Heroína fue la reina, pero hubo otras que vinieron después, y, según los entendidos –que fueron haciéndose a sí mismos a la par que el problema se extendía—, la inmensa mayoría comenzó por el inofensivo porrito que alegraba las tertulias roqueras de la “Movida” madrileña y que se propagó como un incendio voraz hacia los cuatro rincones de la geografía patria.
Tierno Galván, don Enrique, el Viejo profesor, murió en 1986, siendo alcalde de la ciudad por segunda vez, diez años después de que aquello empezara y, probablemente, sin asumir que algunas de sus alegrías, imitadas, ya digo, por otros miles de aprendices de liderazgo demócrata, tuvieron una importante parte de culpa en aquel descalabro que arruinó a tantas familias y destruyó tantas vidas jóvenes.
Fue un buen alcalde, dicen, a pesar de no saber hurtarse a ese populismo, que genera el aplauso fácil y ensordecedor de quienes solo esperan de la política la suficiente permisividad para poder quebrar los límites más básicos.

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Redacción

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