Cuando la política desafía el sentido común

Ilustración de líderes políticos con frases controvertidas

En la actualidad, la política parece haberse convertido en un escenario donde la realidad queda oculta tras las palabras. Cada vez es más común escuchar a líderes políticos pronunciar frases que desafían la lógica y el sentido común, confundiendo a los partidistas o menos informados y poniendo en riesgo la ya débil credibilidad de nuestras democracias. El periodista John Pilger escribió, hace años, que “el poder tiende a deformar los hechos en función de sus intereses”. Esa afirmación se ha convertido en un retrato exacto de la realidad política actual. Oímos, con frecuencia, declaraciones de líderes que no solo bordean lo ridículo, sino que desafían la lógica más elemental. Cuando el presidente de un país no tiene reparo en afirmar que hay ciudades de su país que están en guerra —no por casualidad regidas por un partido político diferente al suyo— o cuando un Estado que vive una profunda crisis económica anuncia que “es rico”, la población de esa democracia no solo recibe una mentira flagrante, sino también una clara señal sobre la mala salud del sistema político.

 

Trump y la retórica del miedo

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es un ejemplo claro de esta tendencia. Al afirmar, por ejemplo, que en su país “hay ciudades que están en guerra”, no solo falsea la realidad, sino que admite que el país que gobierna sería, en algunas partes, ingobernable. Esta mentirosa afirmación cumple una función clara: la de sembrar miedo, señalar a “los otros” como enemigos y presentarse como único salvador. Desde una perspectiva analítica, esto supone una distorsión del sentido común: declarar “guerra” donde hay tan solo un cierto grado de enfrentamientos sociales o delincuencia urbana convierte tensiones normales en un estado de emergencia permanente.

En su discurso ante la Asamblea General de la ONU, en septiembre de 2025, Trump denunció que “las migraciones sin control están destruyendo Europa” y que las políticas verdes “serán la muerte de Occidente”. Aseguró incluso que “los países que aceptan gente que no conocen están condenados al fracaso”. Su tono beligerante y el desprecio hacia la cooperación internacional sorprendieron incluso a sus aliados, consolidando su estilo: dramatizar, dividir y transformar la política exterior en un acto de autoafirmación.

Cuando, al referirse a una posible sentencia de la Corte Suprema de Justicia, afirma que si no es de su agrado lo tomará como un insulto personal, niega la esencia misma de una democracia: la separación de poderes. Pero lo más grave es el silencio cómplice de buena parte de los seguidores de su partido tras oír semejante disparate.

 

Orbán y el egoísmo nacionalista

Viktor Orbán, líder de Hungría, declaró que Ucrania no está luchando por Hungría, como afirman la mayoría de los líderes europeos. En el marco de una guerra en Europa, donde la solidaridad entre aliados se considera clave, este tipo de afirmación resulta sorprendente. Desde la perspectiva de la política internacional, minimizar la ayuda a una nación agredida puede interpretarse como una libre decisión gubernamental; pero desde el sentido común de la democracia liberal genera desconcierto: ¿qué mensaje se transmite cuando un miembro de la Unión Europea dice que no tiene obligación moral con un vecino invadido? En Orbán, el nacionalismo se disfraza de sentido común, pero en realidad es una renuncia a los principios europeos que dice defender.

 

Maduro: la negación como política de Estado

Nicolás Maduro, el fraudulento líder de Venezuela, ha afirmado públicamente que “Venezuela no es un país de hambruna” y que “tiene niveles muy altos de nutrientes y acceso a alimentos”. Cuando contrastamos esa afirmación con la realidad de la huida masiva de venezolanos, la hiperinflación, el colapso económico y la caída del PIB, la frase parece una negación de la evidencia que solo convence a los estómagos agradecidos o a los seguidores fanáticos, incapaces de ver la realidad que les rodea. En vez de reconocer la crisis, presentar soluciones y animar al pueblo a luchar para conseguirlas, presenta su negación como si la prosperidad fuera una realidad alternativa. La negación sistemática del hambre y la miseria ha sido su política más coherente: negar el colapso para perpetuar el poder.

Sánchez y la incoherencia como método

Pedro Sánchez no se queda atrás en el ridículo y vergüenza de sus afirmaciones. Pidió la expulsión de Israel del festival de Eurovisión argumentando que “no puede haber dobles estándares en la cultura”. Vincular la participación de un país en un festival europeo con una situación geoestratégica compleja es una dramatización que apela a las emociones del público menos informado, buscando apoyo político. Pero su cadena de contradicciones y mentiras es extensa. En 2015 enfatizó: “Con Bildu no vamos a pactar, si quiere se lo digo cinco veces o veinte durante la entrevista”. En cuanto necesitó de sus apoyos, pactó dando explicaciones inverosímiles. En 2019 afirmó que “no dormiría por la noche” si pactaba con Podemos; tras hacerlo, parece haber batido el récord de insomnio político. También prometió traer a Puigdemont para rendir cuentas ante la justicia española y hoy negocia con él desde Bruselas.

En 2023, a menos de 48 horas de las elecciones generales, proclamó: “El independentismo pedía la amnistía y no la ha tenido”. Poco después, cuando necesitó apoyos para seguir en la Moncloa, cambió su discurso: “hay que hacer de la necesidad virtud”. Los líderes del procés debían ser amnistiados “en defensa de la convivencia”. La coherencia se convirtió así en una variable electoral.

Sánchez representa una versión posmoderna de la política líquida: donde la contradicción no es un error, sino una estrategia.

 

Reflexión final

La política contemporánea se ha vuelto un teatro en el que la realidad queda en segundo plano y el relato triunfa. La frase contundente, el titular viral y la afirmación grandilocuente se han vuelto más útiles que el análisis serio. Pero, como ciudadanos responsables, deberíamos preguntarnos: ¿qué clase de política es esa que ridiculiza el sentido común? ¿Qué papel desempeñan los medios, los ciudadanos y los mecanismos de control cuando los líderes dicen lo inimaginable sin rendir cuentas por ello?

El sentido común es el primer valor que la política sacrifica cuando se vuelve espectáculo. En su lugar prosperan el cinismo, la posverdad y la emoción desatada. El político que desafía la lógica no comete un error: ensaya una estrategia. El problema es que, cuando todos lo hacen, la ciudadanía acaba por aceptar la mentira como forma de normalidad.

Como dijo George Orwell, “en una época de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. En ese contexto, el periodismo analítico y el pensamiento crítico son más necesarios que nunca: para desmontar la frase vacía, exponer la contradicción y rescatar el sentido común perdido.

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