Control digital, crédito social y vigilancia algorítmica, el copiado modelo chino.

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George Orwell advirtió, en su libro “1984”, sobre un futuro en que regímenes totalitaristas controlaban totalmente el pensamiento de la población, de tal manera que llegarían a creer que “la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. Su afirmación parecía exagerada, pero la realidad ha alcanzado -y en algunos aspectos superado- aquellas pesimistas visiones. Hoy los mecanismos de control no son uniformes ni visibles. Se ejercen a través de algoritmos, bases de datos, sistemas de puntuación, e inteligencia artificial. China ha sido pionera en institucionalizar el llamado “crédito social”, pero Occidente también ha ido construyendo un complejo sistema de control digital que, aunque supuestamente menos invasivo, comparte inquietantes similitudes.

En un caso reciente la confidencialidad de los registros médicos se ve vulnerada y despreciada por la administración del estado, al exigir el Departamento de Justicia de los Estados Unidos que los hospitales entreguen abundante información confidencial relacionada con la atención médica para pacientes transgénero jóvenes, incluidos datos como fechas de nacimiento de pacientes, números de Seguro Social y direcciones. La citación de junio al Hospital Infantil de Filadelfia solicita correos electrónicos, grabaciones de Zoom, «todos los escritos o registros de cualquier tipo» que hayan hecho los médicos, mensajes de voz y mensajes de texto en plataformas encriptadas.

 

El modelo chino: control vertical y disciplinamiento social.

En Pekín, el “crédito social” es un pilar básico del proyecto de su gobierno. Quien paga sus facturas, respeta las normas y difunde mensajes alineados con los del Partido Comunista, obtiene recompensas tales como prioridad en trámites, mejores créditos, acceso a escuelas de prestigio. Quien incurre en deudas, infracciones o críticas políticas sufre restricciones con limitaciones para viajar, estudiar o reservar un simple billete de tren.

Este sistema se apoya en más de 600 millones de cámaras de vigilancia con reconocimiento facial, en la interconexión de expedientes financieros, judiciales y administrativos, y en el rastreo minucioso de redes sociales. La narrativa oficial habla de mantener la “armonía social” cuando en realidad se trata de disciplinamiento político.

 

Occidente: la ilusión de libertad digital.

Los europeos y estadounidenses contemplan este modelo con aparente superioridad moral, creyendo que eso no pasaría en nuestras democracias. Pero lo cierto es que Occidente ya convive con mecanismos de control que, aunque no centralizados, tienen una eficacia comparable.

La pandemia del COVID sirvió como laboratorio para este tipo de medidas. Se implementaron aplicaciones de rastreo, geolocalización obligatoria y pasaportes sanitarios, mostrando la facilidad con la que los ciudadanos aceptan entregar datos sensibles en nombre de la seguridad. Antes, tras el atentado a las torres gemelas en Estados Unidos, la llamada “Patriot Act” abrió la puerta a la vigilancia masiva: intercepción de comunicaciones, acceso a registros financieros, retención indefinida de sospechosos. Bajo la excusa de la “lucha contra el terrorismo”, el Estado acumuló competencias extraordinarias para monitorizar en detalle la vida privada, infringiendo muchos de los derechos considerados básicos.

Europa no fue ajena a esta tendencia: la Directiva de Retención de Datos obligó durante años a las operadoras a almacenar metadatos de llamadas, mensajes y conexiones de todos los ciudadanos, independientemente de que fueran sospechosos o no.

 

Cambridge Analytica: cuando el voto se convierte en un producto vendible.

El caso de la consultora Cambridge Analytica reveló hasta qué punto los datos personales podían usarse para manipular procesos democráticos. A partir de información, obtenida sin consentimiento de millones de usuarios de Facebook, la consultora usó las mismas técnicas que se usan cada día en marketing para construir perfiles psicológicos y segmentar mensajes políticos a medida. No se trataba de convencer con ideas políticas, sino de explotar vulnerabilidades emocionales específicas como el miedo a la inmigración, la inseguridad económica o el resentimiento social.

La campaña de Trump en 2016 y el referéndum del Brexit usaron estas técnicas con gran eficacia. El resultado fue un giro histórico influido por la explotación algorítmica de las pasiones humanas. Lo que en China se impone de arriba abajo, en Occidente puede lograrse a través de la manipulación “suave” de las plataformas privadas.

El escándalo de Cambridge Analytica reveló la dimensión privada del control. Sin embargo, el poder estatal también mantiene sus propios instrumentos de vigilancia, muchas veces en colaboración con estas corporaciones.

 

Control horizontal y control vertical: la doble cara occidental.

Se suele describir a Occidente como un sistema de control “horizontal”, porque son las corporaciones —Google, Meta, Amazon— las que acumulan la mayor base de datos jamás existente. Saben dónde compramos, qué leemos, a quién seguimos, qué deseamos. Esta información se monetiza en forma de publicidad dirigida, pero también se cede o comparte con agencias estatales.

Sin embargo, existe también un componente vertical, ejercido por los Estados. El ejemplo más claro es la NSA, cuya red de espionaje masivo (PRISM) interceptaba llamadas, correos y comunicaciones de ciudadanos de todo el mundo. Las revelaciones de Edward Snowden demostraron que millones de europeos habían sido espiados sistemáticamente por Washington, incluidos líderes políticos.

En la UE, sistemas como Europol o Eurodac centralizan bases de datos biométricas, huellas dactilares y registros de desplazamientos. El control migratorio se convierte en una justificación permanente para ampliar la vigilancia. El Estado, por tanto, no ha renunciado a su función vertical, sino que la combina con el poder horizontal de las corporaciones, en una alianza silenciosa pero cada vez más intrusiva.

 

Seguridad frente a libertad: un dilema viejo con nuevas armas.

Benjamin Franklin lo advirtió: “Aquellos que sacrifican libertad por seguridad no merecen ninguna de las dos”. Pero el sacrificio actual es más insidioso, ya que se entrega libertad a cambio de comodidad. Estamos sujetos a reconocimiento facial en aeropuertos, usamos aplicaciones de navegación que saben dónde vamos, diagnósticos médicos algorítmicos. El evidente control se acepta porque nos facilita la vida.

El problema es que lo que hoy parece proporcionar ventaja, mañana puede convertirse en requisito exigible. Quien no disponga de un historial digital intachable puede ser excluido de un empleo, de un crédito o de una beca. El crédito social occidental ya existe, aunque no lleve ese nombre.

 

Inteligencia artificial: la nueva frontera del control.

La inteligencia artificial eleva exponencialmente esta dinámica. Algoritmos que analizan expresiones faciales y emociones, sistemas predictivos que anticipan delitos, modelos lingüísticos que evalúan credibilidad. La UE discute un “AI Act”, pero las excepciones para “seguridad nacional” anticipan un futuro en que la tentación de control será irresistible.

La cuestión clave es política: ¿quién controla al controlador? Si un algoritmo decide qué es “verdadero” o qué constituye “odio”, entonces la democracia se vacía desde dentro. La línea entre protección y represión se borra.

 

Conclusión: ¿el camino chino con un bonito envoltorio?

Aunque Occidente se presenta como la antítesis de China, ofreciendo libertad frente a autoritarismo, la convergencia es evidente. El crédito social chino es centralizado y vertical; en Occidente, fragmentado y en parte privatizado. Sin embargo, ambos transforman al ciudadano en objeto de puntuación, vigilancia y manipulación.

La gran diferencia no está en el “qué” sino en el “cómo”. En Pekín se hace en nombre de la “armonía social”, en Washington y Bruselas en nombre de la seguridad, la salud o el mercado. Pero el resultado es el mismo, ya que el ciudadano queda rutinariamente monitorizado. El dilema del siglo XXI ya no es entre libertad o seguridad, sino entre ser ciudadano o ser un simple dato.

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