Hace ya algunos años escribí este relato con el que participé en el Certamen de relato corto “Capitán Leandro Alfaya”. Varias veces he estado tentada a publicarlo pero con el centenario pensé que era la mejor ocasión para que estas líneas, escritas con cariño y admiración, viesen la luz. Con ellas quiero rendir homenaje a La Legión, a los hombres y mujeres que visten tan insigne uniforme. Muy especialmente a quienes dieron su vida en cumplimiento del deber.
¡La muerte no es el final! ¡Viva La Legión! ¡Viva España!
Isabel Mª Migallón Aguilar En 1922 sucumbimos varios de los que vivimos nuestra especial eternidad en el Panteón de Héroes del cementerio de Melilla. Una obra que se comenzó a construir gracias a la iniciativa de la Asociación de Señoras Caritativas, presidida por la Reina Victoria Eugenia. Habían recaudado cierta cantidad de dinero a través de una suscripción popular para socorrer a los heridos y familias de los fallecidos en la Campaña de 1909. Con el sobrante pensaron en erigir un monumento funerario en el que tuvieran una sepultura digna todos aquellos hombres muertos en acción de guerra.
La idea se transmitió a la Junta de Arbitrios y ésta aceptó participar de pleno. Cedió los terrenos en el cementerio y su ingeniero, el capitán José de Lagándara Cividanes fue el autor del proyecto. La primera piedra la puso SM el Rey Alfonso XIII durante su segunda visita a Melilla, el 7 de enero de 1911. De este modo daban comienzo las obras que se prolongarían durante varios años, hasta que ¡por fín!, el 8 de junio de 1915 el monumento era bendecido. A partir de dicha fecha fueron trasladando aquí, a nuestros compañeros fallecidos durante la Campaña de 1909 y la del Kert en los años de 1911 y 1912. desde sus anteriores enterramientos.
El Ángel que corona el mausoleo, que en realidad es una alusión a la Diosa Niké se trajo en barco desde Alemania en 1924. Ella nos protege y vela nuestro sueño eterno. Tras sus alas abiertas la Cruz Laureada de San Fernando que algunos obtuvieron pero que tal vez otros tantos también merecieron.
Somos muchos los moradores del Panteón de Héroes, ya que en 1929 y 1949 se realizaron traslados masivos de compañeros desde los cementerios de las diferentes posiciones y especialmente en el último de ellos desde Monte Arruit. Más de cuatro mil restos descansan aquí.
En los meses de marzo y diciembre de 1922 llegamos cinco legionarios más. El primero de ellos el alférez Manuel Ojeda Gamón, valenciano, de Manises quién al intentar ocupar Ichtiguen, moría el 14 de marzo. Era hijo del comandante de Infantería Manuel Ojeda Varona y de Carmen Gamón. Cuatro días después le seguimos, nuestro querido y admirado comandante Carlos Rodríguez Fontanés, de Manzanares (Ciudad Real); sus padres eran el teniente coronel de Infantería Rafael Rodríguez Muñoz y Carolina Fontanés. Éste a pesar de no tener mucha altura física, 1,67 m, lo suplía con gran valor. Es quién ostenta la mayor graduación entre los legionarios que estamos aquí. El mismo día, yo, Antonio Vidal Pons, el tercer aragonés, capellán auxiliar, apodado como “el Santo”; la persona que se ha atribuido el papel de narrador de todas las historias de estos “novios de la muerte” que compartimos el mismo lugar de enterramiento en el cementerio de Melilla.
El día 29 de marzo en Tungutz le llegó el turno al alférez Claudio Álvarez-Llanesa Bango, fruto del matrimonio formado por el teniente de Infantería Francisco Álvarez-Llanesa Villar y de María Bango Rodríguez. Un asturiano de Cangas de Onís que de vez en cuando nos deleita con música de gaita y añora las “sidriñas” de su tierra natal. Finalizando el año, el 20 de diciembre otro compañero emprendía el viaje sin retorno provocado por una bala enemiga durante un convoy a Tizzi Azza; me refiero al también alférez Armando de la Aldea Ruiz de Castañeda, (hijo del coronel de Infantería Federico de la Aldea Gil y de Purificación Ruiz de Castañeda López. Un catalán de apenas veinte años que había prestado juramento de fidelidad a la Bandera en julio de 1919. En abril de 1922 había ingresado en el Tercio. Tuvo, al igual que otros muchos, una corta pero intensa vida militar.
En 1923, además de los compañeros mencionados con anterioridad, debo citar al alférez Carlos García-Junco Alonso, nacido en El Ferrol en 1900; era el menor de los tres hijos habidos en el matrimonio del teniente de Navio Ricardo García-Junco Ruiz y Carolina Alonso Herba: Ricardo, Mª Teresa y Carlos. El enlace se había celebrado en La Habana. El joven gallego entregaría su vida el 29 de mayo de 1923 en Peña Tahuarda y Lomas Rojas. Unos días antes había estado acampado en Melilla, concretamente en Sidi Guariach hasta que marchó a Tafersit con su Bandera, formando parte de la columna del coronel Agustín Gómez Morato. Al hablar de su familia siente cierta nostalgia, añora el haber tenido a su progenitor en los años de infancia y adolescencia, apenas si tiene recuerdos de él ya que éste falleció cuando Carlos tenía cinco años. Curiosamente su padre formaba parte de una familia muy numerosa, eran doce hermanos. El mayor de todos, su tío Francisco tuvo también la friolera cantidad de nueve hijos. ¡Lástima que las circunstancias no le permitieron vivir y disfrutar de los suyos!. Su madre fue la que tuvo que sobrellevar en compañía de sus otros hijos la pérdida de Carlos hasta su fallecimiento en Cádiz en 1950.
El 3 de noviembre era el teniente, Julio Compagny Fernández Bernal, natural de Ceuta e hijo del teniente coronel de Infantería Julio Compagny García y de María Fernández-Bernal Urizas Ardacal, el que moría durante una agresión a la posición de Tizzi Azza.
Si esta relación de legionarios la abría el teniente Marzo, en 1921, el honor de cerrarla le corresponde al joven zamorano, alférez Antonio Navarro Miegimolle, quién encontró gloriosa muerte en Monte Malmusi el 23 de septiembre de 1925. Al igual que el capitán Vila, luce sobre su pecho la Cruz de 2ª Clase de la Real y Militar Orden de San Fernando, que le fue concedida tras la instrucción de juicio contradictorio por Real Orden de 19 de julio de 1928.
Al alférez Navarro le gusta sentarse en la escalinata principal frente a la puerta de acceso al Panteón y próximo a su nicho que está en la galería izquierda.
Allí nos concitamos para escuchar su epopeya: “El 23 de septiembre el mando decidió la ocupación definitiva de Monte Malmusi. No era tarea fácil puesto que los rifeños estaban muy bien protegidos: tenían hombres y armamento suficientes, así como buenas defensas naturales. Las columnas al mando del coronel Francisco Franco se pusieron en marcha dirigiéndose al objetivo marcado. En la extrema vanguardia avanzaban fuerzas de la harca y de la Mehal-la. La 6ª Bandera, los apoyaba. Yo, refiere el alférez Navarro, mandaba la sección de fusiles ametralladores de la 24ª compañía.
Poco a poco el fuego se fue intensificando. El enemigo defendía sus posiciones con fuerza, con tenacidad, atrincherados en las zonas más altas e inaccesibles del monte. Pero no había más remedio que subir, y atacar y asaltarles. Un grupo se lanzó hacia los parapetos, pero fueron rechazados. Se piensa en la retirada, son momentos de indecisión que pueden costar más vidas. Es necesaria la intervención de la 6ª Bandera del comandante Rada para que vuelva el orden. Oímos al capitán Ramírez que llamaba a gritos a todos los oficiales: al teniente Losada, al teniente Espinosa y a mí.
Con gran rapidez nos explicó que lugar debíamos ocupar. Los rifeños se habían engrandecido, envalentonado con nuestro primer fracaso y chillaban proclamando la victoria, una victoria que no era real, ni mucho menos definitiva. Disparaban sin descanso. Esta era una misión para el Tercio…”
El alférez Navarro se levanta como si estuviese en ese preciso instante arengando a sus hombres y prosigue con su relato: “Miré a mis hombres y les grite con toda la fuerza que mi garganta me permitió: ¡Calen los machetes! ¡Al asalto! ¡Legionarios viva la muerte!
Corrí hacia las trincheras enemigas, a mi lado los sargentos González y Perciso así como el cabo Bordes. Saltamos a la trinchera. Nos siguen de cerca los de la Mehal-la. Nos enzarzamos en un cuerpo a cuerpo cuando, de pronto sentí una fuerte punzada. ¡Me habían herido!, pero no podía detenerme. Vuelvo a gritar a mis hombres ¡Adelante legionarios! ¡Ya son nuestros!
Y desde luego que lo fueron, logramos desalojarles además de producirles muchas bajas, hasta el punto que se vieron imposibilitados de retirar los cuerpos de sus compañeros.
La rapidez y nuestro coraje lograron que la victoria fuese para nosotros, pero el precio fue caro, muy caro para mi porque en el fragor de la batalla recibí una segunda herida, esta vez en la cabeza. Ya no pude seguir dirigiendo a mis legionarios. Una gran oscuridad se ciñó sobre mi, ya nada me dolía porque ya no estaba en el mundo de los vivos, formaba parte de otro Ejército, el de los que habían hecho honor a su juramento, los que enarbolábamos con orgullo la Bandera de La Legión en la mansión celestial…”
Esta fue la historia del alférez Navarro. El otro Laureado es el capitán Vila, a quién le fue concedida la más alta distinción por Real Orden de 28 de febrero de 1927. De carácter más retraído prefiere no contar su historia, pero todos sabemos lo que ocurrió aquel 18 de agosto de 1923 en las proximidades de Sidi Mesaud; él estaba al mando de la 14ª Compañía y había que llevar un convoy a Tifaruin. El hostigamiento continuo del enemigo logró sus propósitos que era llevar hasta la extenuación a las tropas españolas para hacerles desistir de sus propósitos de abastecimiento y conseguir la posición de Tifaruin. El capitán Vila al frente de dos secciones avanzó con la bayoneta calada. Recibió un balazo en el muslo de tales dimensiones que la hemorragia era imposible de cortar. Quisieron llevarle al puesto de socorro más cercano, pero se negó y continuó en la lucha. Cuando ya hubo conseguido su propósito, gastando en ello la poca energía que le quedaba, accedió a ser llevado a Sidi Mesaud donde falleció a causa de la herida mencionada. Pero él no le da importancia a este hecho y dice que en definitiva todos estamos aquí por lo mismo y que todos somos merecedores de la Laureada. Mientras dice estas palabras, toca su medalla y suspira mirando hacia el Monte Gurugú.
Continuará…
Isabel Mª Migallón Aguilar
Fotografías: Eduardo Sar Quintas