El espacio de Aranda

Carrillo de bolones en los años 50

Desde la explanada del cementerio, calle Castelar abajo, torciendo a la izquierda por Sagasta y desembocando por la de Cádiz, hasta la pared lateral de la panadería de Aznar, era el recorrido de rigor de los carrillos de bolones. Y digo carrillo, porque así era como llamábamos a aquéllos carrillos que usábamos los chaveas, -también los zagalones-. Habrá quien recuerde a algunos de pantalón corto, con las piernas llenas de “matauras” de los vuelcos y porrazos, montados en una caja de madera con dos ejes y cuatro ruedas, “dan-do-por-cu-lo” a los vecinos. El artilugio se componía de una caja de madera, a ser posible de leche Esbensen, o un vino Rioja, por ser éstas bastante recias. Se le quitaba un lateral y las tablas se reforzaban con tablitas cortas. Luego se le acoplaba el eje trasero, -fijo-, con dos ruedas grandes, que solían ser los rodamientos inservibles, que nos daban en los talleres de mecánica, o algún que otro padre lo “agenciaba” para su hijo. Este eje se clavaba con mucho cuidado al hacerlo para que la punta del clavo no saliera por dentro de la caja y te destrozara los pantalones, y lo peor, que se te clavara en el culo. Una vez que tenías la parte trasera, la colocación del eje-guía delantero era más difícil y laborioso: había que buscar los rodamientos más pequeños, colocarlos muy ajustados en cada punta del eje y hacerle un agujero en el mismo centro para que pudiera pasar el tornillo y así el movimiento con una soga amarrada a cada extremo, pudiera ser conducido y llevarlo donde querías. El carrillo, una vez construido, a veces era una sociedad limitada, donde solo su constructor era el que lo guiaba y solo se montaba el que a él le daba la gana; otra era anónima, y siempre querían ser todos los que deseaban la guía, aunque, fuese la soga. El que no aportaba nada se quedaba, para cuando ya estaba deslomado de tanto empujar. La crueldad infantil, como verán, era muy cabrona, y nada sutil. Este solía ser un niño con el nombre tan feo como su cara siempre llena de mocos. La verdad es que el tío era feo, con cojones. El recorrido que he descrito al principio, nos servía para echar nuestras particulares “carreras de carrillos de bolones”. Lo de bolones es por las bolas de acero que tienen los rodamientos en su interior, que bien engrasadas y rodando en calles lisas, te duraban como máximo de ocho a diez días. Recuerdo que entonces había que tener mucho cuidado al lanzarte por la “Cañada”, Castelar abajo, porque si al llegar a Sagasta te salía un señor con cara de mala leche, armado de un martillo, no es que se liase a martillazos contigo, aunque a veces se le vislumbraban en los ojos las ganas, sino con el pobre carrillo, aunque fueras estrenándolo y con muchas horas de trabajo y días de buscar ruedas, maderas etc., te lo destrozaba. Pero si le prometías, acojonado y llorando, -uno se meó del susto-, que ya no íbamos a pasar más por su puerta, el tío solo te decía que era la última vez que te avisaba, y que tu padre se enteraría de ésto. Imagínense a las 4 de la tarde, en plena canícula, con el “Lorenzo” pegando sin contemplación, sin tener que asistir al colegio y con todos los vecinos de Sagasta y Cádiz dormitando la siesta de rigor, oyendo increscendo, el ruido atronador procedente del cementerio, de tres o cuatro cajas con dos enanos en cada una, (a veces íbamos tres), y lanzados a tumba abierta. La suela de goma que le clavábamos a la guía, que servía como freno al pisarla contra el suelo, echaba humo, así que cuando llegábamos a la mitad de Sagasta para coger la cuestecilla de Cádiz estábamos salvados, la inercia, y un empujoncillo nos lanzaba hasta la pared negra de ventanas llenas de hollín, oliendo a pan, de Aznar. También hay que aclarar que Melilla poseía un parque móvil mucho más reducido que hoy en día; y de los pocos vehículos que circulaban por esas calles era la regadera colorada “Leyland”, del Parque de Bomberos, que mi padre conducía. Recuerdo que en aquellos años había un taxi de color verde, marca Ford, con estribo, era una reliquia que siempre estaba en la parada de la calle Arturo Reyes. Cuando observábamos que nuestros carrillos, pesaban sobre ellos la orden de caza y captura, los hacíamos desaparecer durante varios días en los patios de nuestras casas; y nos empleábamos con los papeles de los caramelos mas sabrosos que he comido en mi vida, sirviéndonos de billetes para el pago del juego del "¡Va!”, “¡Dicho!". Un juego muy simple, pero muy bonito. Era raro el niño que no tenía una media suela de goma recortada, y redondeada en un bolsillo del pantalón y en el otro un fajo de envoltorios (billetes) de caramelos. Se jugaba por parejas o por tríos, el primero que lanzaba la media suela procuraba hacerlo lejos para que el que le seguía de mano no pudiera acercarse a una cuarta de su goma, que era la medida que se tenía para cepillarse dos o tres “billetes caramelosos” del contrario. Los tebeos del Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, F.B.I., y algunos más eran moneda de cambio para las bolas, trompos, lagartijas, y algún que otro grillo chillón guardado en el bolsillo con todo nuestro cariño. A los buenazos-tontorrones, se les cambiaba por simples cucarachas negras o de las volantonas. Todos estos juegos, como la construcción del carrillo de bolones, los huesos de los albaricoques, con su “oñita, oñate y chocolate”, el trueque de todo por tebeos, a algunos niños de Melilla les sonará a catacumbas. A los abuelos sí que alguna sonrisa les asomará en el recuerdo.

El espacio de Aranda

Carrillo de bolones en los años 50

Juan J. Aranda

Desde la explanada del cementerio, calle Castelar abajo, torciendo a la izquierda por Sagasta y desembocando por la de Cádiz, hasta la pared lateral de la panadería de Aznar, era el recorrido de rigor de los carrillos de bolones. Y digo carrillo, porque así era como llamábamos a aquéllos carrillos que usábamos los chaveas, -también los zagalones-. Habrá quien recuerde a algunos de pantalón corto, con las piernas llenas de “matauras” de los vuelcos y porrazos, montados en una caja de madera con dos ejes y cuatro ruedas, “dan-do-por-cu-lo” a los vecinos. El artilugio se componía de una caja de madera, a ser posible de leche Esbensen, o un vino Rioja, por ser éstas bastante recias. Se le quitaba un lateral y las tablas se reforzaban con tablitas cortas. Luego se le acoplaba el eje trasero, -fijo-, con dos ruedas grandes, que solían ser los rodamientos inservibles, que nos daban en los talleres de mecánica, o algún que otro padre lo “agenciaba” para su hijo. Este eje se clavaba con mucho cuidado al hacerlo para que la punta del clavo no saliera por dentro de la caja y te destrozara los pantalones, y lo peor, que se te clavara en el culo. Una vez que tenías la parte trasera, la colocación del eje-guía delantero era más difícil y laborioso: había que buscar los rodamientos más pequeños, colocarlos muy ajustados en cada punta del eje y hacerle un agujero en el mismo centro para que pudiera pasar el tornillo y así el movimiento con una soga amarrada a cada extremo, pudiera ser conducido y llevarlo donde querías. El carrillo, una vez construido, a veces era una sociedad limitada, donde solo su constructor era el que lo guiaba y solo se montaba el que a él le daba la gana; otra era anónima, y siempre querían ser todos los que deseaban la guía, aunque, fuese la soga. El que no aportaba nada se quedaba, para cuando ya estaba deslomado de tanto empujar. La crueldad infantil, como verán, era muy cabrona, y nada sutil. Este solía ser un niño con el nombre tan feo como su cara siempre llena de mocos. La verdad es que el tío era feo, con cojones. El recorrido que he descrito al principio, nos servía para echar nuestras particulares “carreras de carrillos de bolones”. Lo de bolones es por las bolas de acero que tienen los rodamientos en su interior, que bien engrasadas y rodando en calles lisas, te duraban como máximo de ocho a diez días. Recuerdo que entonces había que tener mucho cuidado al lanzarte por la “Cañada”, Castelar abajo, porque si al llegar a Sagasta te salía un señor con cara de mala leche, armado de un martillo, no es que se liase a martillazos contigo, aunque a veces se le vislumbraban en los ojos las ganas, sino con el pobre carrillo, aunque fueras estrenándolo y con muchas horas de trabajo y días de buscar ruedas, maderas etc., te lo destrozaba. Pero si le prometías, acojonado y llorando, -uno se meó del susto-, que ya no íbamos a pasar más por su puerta, el tío solo te decía que era la última vez que te avisaba, y que tu padre se enteraría de ésto. Imagínense a las 4 de la tarde, en plena canícula, con el “Lorenzo” pegando sin contemplación, sin tener que asistir al colegio y con todos los vecinos de Sagasta y Cádiz dormitando la siesta de rigor, oyendo increscendo, el ruido atronador procedente del cementerio, de tres o cuatro cajas con dos enanos en cada una, (a veces íbamos tres), y lanzados a tumba abierta. La suela de goma que le clavábamos a la guía, que servía como freno al pisarla contra el suelo, echaba humo, así que cuando llegábamos a la mitad de Sagasta para coger la cuestecilla de Cádiz estábamos salvados, la inercia, y un empujoncillo nos lanzaba hasta la pared negra de ventanas llenas de hollín, oliendo a pan, de Aznar. También hay que aclarar que Melilla poseía un parque móvil mucho más reducido que hoy en día; y de los pocos vehículos que circulaban por esas calles era la regadera colorada “Leyland”, del Parque de Bomberos, que mi padre conducía. Recuerdo que en aquellos años había un taxi de color verde, marca Ford, con estribo, era una reliquia que siempre estaba en la parada de la calle Arturo Reyes. Cuando observábamos que nuestros carrillos, pesaban sobre ellos la orden de caza y captura, los hacíamos desaparecer durante varios días en los patios de nuestras casas; y nos empleábamos con los papeles de los caramelos mas sabrosos que he comido en mi vida, sirviéndonos de billetes para el pago del juego del "¡Va!”, “¡Dicho!". Un juego muy simple, pero muy bonito. Era raro el niño que no tenía una media suela de goma recortada, y redondeada en un bolsillo del pantalón y en el otro un fajo de envoltorios (billetes) de caramelos. Se jugaba por parejas o por tríos, el primero que lanzaba la media suela procuraba hacerlo lejos para que el que le seguía de mano no pudiera acercarse a una cuarta de su goma, que era la medida que se tenía para cepillarse dos o tres “billetes caramelosos” del contrario. Los tebeos del Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, F.B.I., y algunos más eran moneda de cambio para las bolas, trompos, lagartijas, y algún que otro grillo chillón guardado en el bolsillo con todo nuestro cariño. A los buenazos-tontorrones, se les cambiaba por simples cucarachas negras o de las volantonas. Todos estos juegos, como la construcción del carrillo de bolones, los huesos de los albaricoques, con su “oñita, oñate y chocolate”, el trueque de todo por tebeos, a algunos niños de Melilla les sonará a catacumbas. A los abuelos sí que alguna sonrisa les asomará en el recuerdo.

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